sábado, 13 de abril de 2019

En Blutenburg ya no corre la sangre (pero el dinero tampoco cae del cielo) (Cartas desde un castillo bávaro: 3)




Für Petra, vielen Danke!

Hace unos días, en una visita por las dependencias de la IYL, Petra, responsable entre otras cosas de su programa de becas, nos contaba que existen dos posibles explicaciones etimológicas para el nombre del castillo de Blutenburg que la alberga: o bien podría ser el castillo de la sangre (en clara referencia a su pasada condición de pabellón de caza), o bien podría ser el castillo de las flores (en clara referencia a su situación en pleno campo y lejos de la ciudad). Hoy en día la sangre ya no corre por el castillo y las flores se van dejando notar a duras penas en la primavera bávara, que esta semana parecía batirse en retirada, pero por las venas de este pequeño castillo que incluye una iglesia dentro de sus dependencias y que fue convento durante un tiempo corre una savia mucho más tangible y menos líquida en principio: la de la literatura hecha papel y tinta y, en concreto, la de la literatura infantil. 
Aún hoy me cuesta creer que haya un lugar así en el mundo, y aún más cuesta explicar que haya una biblioteca solo dedicada a la literatura infantil y que esta contenga cientos de miles de volúmenes. Y, si a mí me cuesta creerlo, a la gente ajena a este mundillo (pongámoslo así en diminutivo, porque lo es, pero no por razones peyorativas, sino más bien afectivas), aún más. 


Pero estar en un sitio como este puede hacerte olvidar otros asuntos mucho más mundanos y menos intangibles que contribuyen a que la sangre de las letras siga circulando por las dependencias de este castillo para convertirlo en uno de los centros indiscutibles del universo de la literatura infantil. Porque es fácil no tener en cuenta que para que un lugar así exista y funcione se necesita algo mucho más tangible y prosaico que la literatura. De hecho, durante la visita guiada Petra volvía una y otra vez al mismo tema, como una especie de estribillo o leit motif recurrente en el que iba recabando la explicación de las distintas dependencias que componen la biblioteca y que incluyen no solo la sala de lectura donde trabajamos los becarios y la sala infantil, sino también el Museo Michael Ende, el Gabinete Binette Schroeder y una sala de conferencias que a veces se alquila para bodas y eventos para obtener algunos ingresos adicionales. Así, pues, si una cosa nos quedó clara después de la visita es que para mantener un sitio así hace falta dinero. Y no poco. 
Hace falta dinero para pagar al grupo de lectores que se encarga de leer las obras publicadas en distintos idiomas y que elaboran todos los años la selección de libros de la lista White Ravens, muchos de los cuales trabajan a tiempo parcial porque la biblioteca no puede permitirse pagarles un sueldo completo. 
Hace falta dinero para pagar a todas las personas que se encargan de catalogar todos los libros que llegan a la biblioteca desde todas las partes del mundo y que hay que incluir en el catálogo para que sean accesibles a los usuarios e investigadores. 
Hace falta dinero para labores excepcionales como la que se llevó a cabo el año pasado una empresa externa contratada para la ocasión y que consistió en limpiar uno a uno todos los libros del catálogo para eliminar cualquier rastro de contaminación y así evitar que unos volúmenes contagiaran a otros, según nos explicó la misma Petra. La empresa cobraba a euro el volumen, así que, teniendo en cuenta que hablamos de un catálogo de cientos de miles de ejemplares, la cifra puede llegar a marear.  
También hace falta dinero para pagar a los becarios extranjeros (popularmente conocidos aquí como stipis, palabra derivada de Stipendum, beca en alemán) podamos venir aquí a investigar año tras año y contar con una cantidad mínima para sobrevivir en una ciudad tan cara como Munich, que, por cierto, te entrega la propia Petra al llegar a la biblioteca en efectivo. 



Pero, afortunada y paradójicamente, no hace falta apenas dinero para comprar libros, es decir, para mantener viva la savia que riega las venas del castillo, porque las editoriales envían continuamente ejemplares aquí con la esperanza de aparecer en la lista White Ravens o se los dan en mano durante la Feria de Bolonia si resulta demasiado costoso mandarlos por correo. 
El dinero no sale de la nada, por supuesto, y la financiación de la biblioteca siempre está todos los años en el aire, pues depende de subvenciones concedidas a partes iguales por el ayuntamiento de la ciudad de Múnich, el gobierno del estado de Baviera y al Gobierno Federal (por ejemplo, el programa de becarios internacionales lo financia el Ministerio de Asuntos Exteriores Alemán). Otras fuentes adiciones de ingresos son las fiestas de cumpleaños y la celebración de bodas, eventos o noches temáticas que se hacen allí, que sin embargo no bastan para cubrir gastos.  
Visto así, parece un milagro que un sitio como este siga existiendo hoy en día, en una época en que las humanidades, la lectura y la literatura y las artes en general parecen solo una cosa superflua que no sirve para nada y que no vale la pena cuidar. 


Pero este no deja de ser un castillo, una especie de lugar mágico o encantando en el que a veces ocurren cosas excepcionales, como la que sucedió esta misma semana en Berlín y que nos contó la propia Petra para terminar la visita. El jueves se celebró en la embajada de Japón de la capital alemana un acto por el cual se nombraba miembro honorario de la biblioteca nada más y nada menos que a la emperatriz de Japón, Michiko, amante de los libros infantiles y ella misma autora de algunos volúmenes dedicados a los jóvenes lectores. La emperatriz no fue al acto, por supuesto, pero en su lugar mandó a un representante que recogió el reconocimiento en su nombre. Petra estaba exultante, pero no solo por tener la oportunidad de asistir a un acto solemne en una embajada. Sobre todo, porque entre los asistentes estaba el mismo el Ministro de Familia, uno de los responsables de la financiación de la biblioteca, y era por lo tanto una ocasión inmejorable para hacerle ver la repercusión de la biblioteca en el mundo. Y, en definitiva, para hacer que la corriente de los libros siga corriendo libre y viva por el castillo de la sangre (o de las flores).  

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