Cuando era pequeño pasé una larga temporada obsesionado – y tuve muchas obsesiones de niño, dicho sea de paso: otra fue dibujar holandesas día y noche, pero esa es otra historia – con Austria, Suiza y países aledaños, entre los que se podría contar también el sureste de Alemania, donde me encuentro ahora. Varias son las causas que podrían explicar dicha fijación, pero sobre todo hay dos, y las dos tienen que ver con dos tempranas experiencias en las salas de cine, que por aquel entonces aún estaban en el centro de las ciudades y proyectaban de vez en cuando películas más o menos antiguas.
Mi película favorita de la infancia (y la primera que recuerdo haber visto en el cine) fue Sonrisas y lágrimas, que aún no sé por qué titularon así en España The Sound of Music(claro que en algunos países americanos se convirtió en La novicia rebelde, que no sé qué es peor), una almibarada – así la calificaban los críticos de cine en los periódicos cuando la ponían en televisión, para mi gran indignación de entonces – plasmación de los últimos días en Austria de la familia Von Trapp, luego exiliada como grupo musical de éxito en Estados Unidos y radicada en Vermont.
La película, que supongo que todo el mundo ha visto alguna vez entera o por partes (bueno, no sé si esta afirmación vale para milennialsy asociados), era pródiga en estampas preciosistas de la Austria más quintaesenciada. No hay más que ver el comienzo, esa sucesión de planos cenitales de lagos y montañas con una sinfonía de trinos de pájaros y el sonido de la música empezando a palpitar. Al final de esas secuencias la cámara enfoca una mancha oscura en medio del verde de un prado, que no es otra que María, aún novicia y sin toca en la cabeza (por eso lo de la novicia rebelde, claro está), o, lo que es lo mismo, Julie Andrews, que se pone a cantar como los ángeles o aún mejor (por eso también, supongo) la canción que da título a la película en inglés y que empieza diciendo que las colinas (bueno, por llamarlas así, porque está cantándole a las moles de los Alpes) están vivas con el sonido de la música. Ay, ¿quién no ha deseado ponerse a cantar a voz en grito pero tan bien como ella (misión imposible) en medio de un paisaje así? Comprendíamos perfectamente al verla que tuviera ese impulso cantarín que luego tenía que justificar ante la adusta pero bondadosa madre abadesa. ¡Ay, María, cómo te entendíamos! Y, en fin, quién no ha querido tener como institutriz – aunque solo fuera por decir esa palabra: ins-ti-tu-triz – a una chica como ella, capaz de hacer vestidos para siete niños con la tela damasquinada de unas cortinas, de enseñarles solfeo cantando una canción, de llevárselos de excursión y a hacer el pilluelo por ahí y, sobre todo, de deshacer la marcial e imperturbable mueca del capitán Von Trapp con su encanto naif y su naturalidad, dejando KO toda la sofisticada parafernalia de la Baronesa Schoeder, a la que no le bastó vestirse en la mejor modista de Viena, fumar en boquilla cual mujer fatal y peinarse con complicados moños para llevarse el gato al agua, o el capitán al altar. En fin, a ver quién era capaz de resistirse al encanto de ese mundo de lagos de aguas cristalinas, niños cantores, colinas vivas, gorgoritos, marionetas y trajes regionales. Todo ello pasado por la batidora infaliblemente embellecedora y estilizadora de Hollywood, y en manos de un maestro de la dirección como Robert Wise, que también había sido capaz de llevar a buen puerto un musical tan distinto como West Side Story cuatro años antes, se convertía en un producto irresistible.
La otra razón por la cual estaba yo obsesionado por Austria y aledaños era que también había tenido la oportunidad de ver en el cine de niño la primera de las películas sobre Sissi protagonizada por Romy Schneider, titulada simplemente Sissi.A raíz de ello, me interesó su figura y pedí a los Reyes o de regalo de cumpleaños, no lo recuerdo bien, varios de esos libros de la editorial Bruguera protagonizados por la emperatriz. Eran unas ediciones peculiares y que hoy bien merecerían un estudio académico, porque se combinaban en ella la novela convencional con el cómic. Aunque eran libros muy extensos y se podían leer como una narración en prosa convencional, cada diez páginas más o menos había una página en la que se resumían en viñetas los momentos más importantes de las anteriores. Las historias de estos libros no eran más que una mistificación (almibarada, otra vez habrían dicho los críticos) de los hechos históricos, como me enteré después, cuando, a raíz de la cercanía del centenario del asesinato de Sissi, acaecido en 1898 a manos de un anarquista italiano que la mató casi por casualidad, salieron a la luz dos biografías noveladas en español: una de Ángeles Caso, en forma de diario, en una colección de novela histórica de Planeta; y otra, muy buena y reivindicable y verdaderamente novelística en su planteamiento, de Ana María Moix, publicada en la extinta colección Femenino Singular de Lumen, y que aún es fácil de encontrar en librerías de lance. También leí por entonces la mejor biografía de Sissi, escrita por Brigitte Hamann, y así me enteré de que la verdadera Sissi, una princesa bávara de la casa de los Wittelbasch nacida en Possenhoffen (hoy parte del área metropolitana de Múnich) que se convirtió en emperatriz por azar, era una mujer tan melancólica como apasionada, que abogaba con vehemencia por algunas causas durante un tiempo (la húngara fue una de ellas, por ejemplo, y las malas lenguas vienesas decían que no por razones políticas precisamente) para luego desentenderse de ellas, anoréxica, obsesionada por el ejercicio físico, alérgica al protocolo, amante de Grecia y de la poesía de Heine y, en el fondo, republicana, que tan pronto como pudo empezó a pasar todo y de Viena, y cuya vida estuvo marcada por varias tragedias, como la de Mayerling, que es la más conocida.
Lo curioso de todo este material que forjó mi interés por Centroeuropa es que tanto de Sonrisas y lágrimas como los libros y las películas sobre Sissi se desarrollan en un momento crucial para el devenir de la historia del continente. Sin embargo, tanto en un caso como el otro, se dejaban de lado los conflictos históricos para centrarse en las historias personales, pero no de una forma en que lo personal es político.
En el caso de Sissi, el difícil equilibro de un Imperio que solo había conseguido clavar su bandera con chinchetas encima de las distintas nacionalidades del este de Europa apenas era un pintoresco telón de fondo en unas tramas donde el amor por Francisco José acababa siempre triunfando al son de algún vals de Strauss – de hecho, uno de los volúmenes de Bruguera era Sissi y el vals de Strauss– y donde la propia Sissi lograba siempre imponerse de forma traviesa y pizpireta a las maniobras de su aviesa y avinagrada suegra, que miraba con horror cómo una jovencita e inexperta ocupaba el lugar que le correspondía ella por derecho sin saber apreciar la magnitud de su labor. Y, sin embargo, allí mismo, en la Viena de la segunda mitad del siglo XIX, estaba ya fraguándose uno de los tentáculos de la modernidad, aunque quizás ella misma ni se diera cuenta. Allí estaba ya empezando la Secesión vienesa, por allí andaba ya Freud, por allí empezaban a sonar los primeros compases de Mahler.
En el de Sonrisas y lágrimas, cuya trama se desarrolla “al final de la dorada década de 1930”, según reza el comienzo de la película, el nazismo es visible y sirve de desencadenante del desenlace, porque de hecho al final se produce el Anschluss o anexión, por el que Austria quedó unida al Reich en 1938. La familia Von Trapp huye de Austria después de haber tenido que ver cómo “la bandera de la araña negra”, como decía una de las niñas Von Trapp, ondeaba en el palacete familiar. Todos sabemos lo que vino después y lo que estaba pasando en ese momento en lugares tan cercanos como España, pero esta historia acaba bien y los Von Trapp logran escapar atravesando las mismas montañas de las que María decía al principio que estaban vivas por el sonido de la música (en la realidad, aprovecharon una gira para escapar), aunque esta vez sí son montañas según la canción que acompaña la impresionante escena final (Climb every mountain).
Paseando por Munich durante todos estos días que llevo aquí, recorriendo en bicicleta los caminos y carreteras que discurren entre árboles y prados, en paralelo a riachuelos, o corriendo por Nymphenburg Park y encontrando de repente un cervatillo al lado del sendero, resulta muy fácil dejarse embriagar por esta belleza, por la placidez del paisaje y de las cosas, por las casas construidas de manera coherente y sin ostentación, en armonía con la naturaleza. Ese perfecto dibujo de la civilización que se desprende de todo y que continúa también cuando se pasea por el centro de la ciudad, por Marienplatz o por los Englischgarten. Es aún más fácil si uno viene de un país como el mío, donde convivimos a diario con cierto caos y cierta tendencia a la improvisación. Y, sin embargo, en sitios como este conviene que los árboles no nos impidan ver el bosque, porque es fácil dejarse embaucar por todo ese encanto pintoresco y olvidarse de que esta es una de las regiones más ricas de Europa, un potente motor económico en Alemania y el resto de la UE, con empresas punteras en varios sectores, y un ejemplo paradigmático del milagro alemán. Porque aquí todo está vivo y funciona, por supuesto, pero no precisamente (o no solo) por el sonido de la música.
No hay comentarios:
Publicar un comentario