domingo, 28 de abril de 2019

Un lago con un cisne (y otras cosas inútiles) (Cartas desde un castillo bávaro: 5)




Para mi amiga y compañera Rosa, 
a quien le encantaría estar aquí,
 porque seguramente suscribirá muchas 
de las cosas que aquí digo 

A la gente le cuesta un poco llegar a saber de qué o a quién doy clase exactamente, pero eso es algo que me persigue desde los años en que realizaba mi doctorado sobre teoría de la literatura (¿el qué?) y me veía en la situación de explicar de qué trataba exactamente mi tesis. En esos momentos a mí me habría gustado ser uno de esos investigadores de bata blanca y formación empírica que se pasan la vida en el laboratorio haciendo experimentos o incluso tener un tema más concreto dentro de los propios estudios literarios – yo qué sé, los Episodios nacionales de Galdós, las últimas comedias de Lope de Vega o la poesía surrealista de Lorca – para evitar la cara de perplejidad del personal cuando les soltaba lo de teoría literaria o les ofrecía una síntesis reducida y de fácil digestión de la poética de lo imaginario, la crítica feminista y los estudios culturales. Tanto era así, que al final acabé elaborando una versión reducida y simplificada de la tesis en unas pocas frases, que desgranaba con una convicción que solo puede existir cuando algo se ha perfeccionado a fuerza de repetirlo una y otra vez. Y así salía del paso muy dignamente (o, al menos, eso me parecía a mí). 
No intuía yo entonces, sin embargo, que eso iba a continuar muchos años después, pues por circunstancias un tanto azarosas he acabado no solo dando clase de literatura infantil, sino también investigando sobre ella y hasta escribiendo libros para niños. Y es que a la gente le sigue sorprendiendo mucho que la literatura infantil sea una materia que se enseñe en la universidad, lo cual no deja de sorprenderme a mí, ya que alguien tiene que enseñar a los que luego van a enseñar a los niños (es decir, a los futuros maestros) que hay una serie de obras literarias que nuestra sociedad ha considerado y considera aptas y adecuada para niños y que son las que van a forjar su futuro gusto lector. Y ese alguien somos quienes enseñamos literatura infantil en la universidad, que es como poner la primera piedra en el edificio de la educación lectora, literaria e imaginaria de los hombres y las mujeres del futuro. 
Aun así, cuando digo que enseño literatura infantil, normalmente la primera reacción suele ser siempre la misma: “Ay, qué bonito”. Y a mí siempre me dan ganas de responder lo mismo: “Bonito, sí, pero también importante”. Porque lo es. Decir que es bonito es como juzgar un libro infantil por las ilustraciones, sin pensar que estas existen por una razón muy específica y que no son fruto del azar ni del capricho de editores o autores. 
Por todo ello, porque enseñamos algo bonito (que no es ni Derecho Penal, ni Cirugía, ni Contabilidad, ni Lingüística General, ni Psicología Clínica)parece que los que nos dedicamos a la literatura infantil estamos siempre bajo sospecha, como si en el fondo fuéramos almas perennemente infantiles que hubiéramos decidido dedicarnos a esto para no tener que crecer más o leer cosas más complicadas o Peter Panes académicos congelados en el país de nunca jamás de la literatura para niños y los libros con dibujos. 
Es más fácil aún creerlo en un lugar como este, un castillo que no solo parece fuera del tiempo y del espacio, sino en el que además uno está rodeado de gente que también ha hecho de la literatura infantil su oficio. Resulta por lo tanto muy cómodo y reconfortante estar en un sitio donde no hay que explicar a nadie lo que haces o a lo que te decidas, donde no hay que lidiar con la condescendencia involuntaria de quienes tildan tu oficio de “bonito”. Resulta fácil poder compartir con la persona que está en la mesa de al lado el descubrimiento repentino de un libro brasileño o canadiense o australiano que te ha hecho vibrar con su acusado lirismo y sus soberbias ilustraciones, como resulta igualmente fácil ver que esa persona acude a tu mesa para enseñarte un libro pop-up francés que le ha fascinado y que no conocía antes de venir aquí. Resulta fácil, en fin, acostumbrarse a ello como también resulta fácil habituarse a la vida relajada y de horarios laxos de las vacaciones
Pero, al mismo tiempo, en un sitio como este uno empieza a dudar realmente de que una vida como esta pueda siquiera existir, y comienza a preguntarse sobre su legitimidad. Como cuando el agua fría casi quema, estar tan metido en uno mismo y en su oficio puede hacer que todo se desdibuje y pierda sus contornos y su solidez. Uno empieza sin duda a cuestionarse si de verdad todo esto importa, si tiene sentido que haya un sitio como este o que uno pueda estar en él, o si son necesarios estos libros tan bellos y bien editados, de enorme tamaño, papel de calidad y fastuosas ilustraciones, si no estaremos perdiendo un poco de vista lo importante de la existencia dejándonos llevar por este laberinto estético y libresco. 
Y, entonces, una mañana soleada y primaveral de finales de abril, llego a trabajar al castillo de Blutenburg en bicicleta y me encuentro un cisne atravesando el estanque que hay justo al lado del edificio. Se desliza soberbiamente impasible por las aguas con un ritmo elegante y moderado, sin aparente esfuerzo, con el cuello tenso y erguido y el pico orientado hacia delante. Me paro allí mismo a contemplarlo y decido que es el momento de coger el móvil para sacar una foto, algo que llevo semanas sin hacer aquí porque de alguna manera ya me he acostumbrado a la visión de este edificio cada mañana. Hago la instantánea y sigo luego con la vista al animal que recorre toda la superficie del agua hasta llegar a la otra orilla. Nadie parece haber reparado en él, y la línea que acaba de dibujar en la superficie aparentemente quieta de las aguas se va desdibujando poco a poco, como si nunca hubiera existido, como si ese animal tan bello no hubiera pasado por allí. Luego sigo mi camino con la bici hasta el castillo y mientras me dirijo, como todas las mañanas, al mostrador de recepción de la biblioteca para apuntarme a la comida, pienso que cosas así, que parecen innecesarias y superfluas, ocurren todos los días y dejan una leve y casi imperceptible huella en el mundo. Están ahí, afortunadamente. Y nadie se pregunta por qué existen, o si son útiles, o si sirven para algo. Simplemente están, y está bien que así sea. 

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