jueves, 29 de noviembre de 2018

Poesía sobre la infancia: "Los límites", de Isla Correyero


Necesitamos testimonios que enciendan en nosotros
el recuerdo de lo más profundo.

Cuando éramos niños teníamos un margen de conciencia
dedicado al Resplandor.

Podíamos ver más allá de los nombres y las cosas. Arder de
amor por los pobres y los muertos. Visitar regiones
invisibles atravesando las azules tinieblas de las
habitaciones.

Traíamos de aquellos límites –siempre frágiles– descalzos
los pies, una peligrosa tristeza y extrañas imprecisiones en 
el vocabulario.

Y, cerrando los ojos, volvíamos a ver con claridad lo que
habíamos penetrado
y descansábamos, como dormidos, en el regazo de nuestra
madre
que nos creía y jugaba con nosotros, otra vez, a retirarnos
de la muerte. 

Isla Correyero 

De Mi bien. Antología poética, Madrid, Visor, 2018, p. 94 (originalmente publicado en Crímenes, 1993). 


jueves, 15 de noviembre de 2018

"Sino a quien conmigo va", de Rafael Escobar

  

     
       No es propiamente poesía para niños, pero la infancia está muy presente en sus poemas. Sino a quien conmigo va (Tigres de Papel) es el último libro del profesor y poeta, y sobre todo amigo y compañero de partidos de tenis y querencias por las tenistas de antaño de toque fino y las escritoras norteamericanas un tanto atormentadas, Rafael Escobar, quien me concedió el honor de escribir el prólogo. El libro, por estas cosas de la vida y las distancias, no llegó a mis manos como tal hasta la semana pasada, y no se me ocurre mejor manera de celebrarlo que reproducir aquí las palabras que con tanto gusto escribí para vestirlo. 

Extravío cierto

(o de la orfandad como estado permanente)

Un poemario es como los CD o los antiguos LP (estoy seguro de que al autor de este libro esta comparación totalmentepop no le desagradará en absoluto): un artefacto complejo en el que su creador debe hacer malabarismos entre la unidad y la diversidad para establecer una hoja de ruta oculta que el lector debe encontrar verso a verso, poema a poema. Todo esto – que muchos teóricos literarios, que no evocaré aquí no por contaminar con un solo ápice de resabios académicos un prólogo que ante todo quiere y debe ser un acto de entusiasmo y de amor, han definido con diversos términos un tanto opacos – emerge en un momento determinado de la lectura de un poemario, que es muy distinta de la de una novela o la de un ensayo. Es ese momento en que el lector levanta la cabeza maravillado de la página impresa y se da cuenta de que sabe por dónde quiere llevarle el autor, sabe que de una manera intuitiva e inefable ha comprendido de qué va la cosa, por decirlo con palabras llanas, que a veces son las mejores. Es entonces cuando el lector ha dado con la piedra angular que tienen todos los poemarios, que viene a ser como la clave de un arco: esa pieza que lo sostiene por entero y que le da sentido a todos los demás, sin la cual el conjunto se desmoronaría. Esa clave la da el lector, no siempre el autor. Leído ese poema, el libro se transfigura: es como ponerse unas gafas de tres dimensiones. Todo cobra sentido, todo cobra volumen, todo se encarnece. Es el momento en que el lector ha logrado habitar el poemario que hasta ese momento ha sido solo del escritor, y por eso la aparición de esa piedra angular puede sorprender al escritor, que quizás al escribir y ordenar el libro pensó que esa composición no era demasiado importante y que iba a pasar más bien desapercibida. 
En mi caso la iluminación llegó casi al final, en uno de los poemas de la sección titulada Ellosque se llama Aristócratas y plebeyos. El poema habla de la orfandad definitiva, de ese momento en que se produce la pérdida definitiva de los padres y quedamos a merced de la vida. Y propone también una idea distinta de la aristocracia: “que no concierne al hombre otra manera de aristocracia / sino la de ser amado de forma incondicional”. Ese amor incondicional que solo pueden tener los padres hacia los hijos. Un privilegio del que disfrutamos todos pero que acabamos perdiendo. Desde ese punto de vista, nuestro paso por la vida podría ser considerado siempre un estado de orfandad permanente, pero una orfandad relativa que solo es rematada en el momento en que perdemos a nuestros padres y, con ello, el amor incondicional que nos profesan sin importar lo que hagamos. O, como se dice en inglés con mayor exactitud, no matter what
Esta idea de la orfandad sobrevuela todo el poemario y se va metamorfoseando en diversas situaciones y mudanzas. Pero la orfandad definitiva solo llega en el momento que refleja este poema y que es el de la muerte de los padres. Así, Sino a quien conmigo dibuja una hoja de ruta basada en la orfandad como idea aglutinadora que se va desplegando en casi todos los versos y que quizás solo se revela en toda su amplitud y connotaciones en el poema citado, en el que brilla mejor que en ningún otro pasaje el ejercicio que lleva a cabo Rafael Escobar Sánchez en estas páginas: escribir sobre la nada, haciendo equilibrios sobre la punta del dedo gordo encima de un alambre, sin otro agarre, mirando siempre abajo, mirando hacia el abismo que no sostendrá nuestra caída, que no nos recogerá, pero también mirando hacia delante para no caerse. 
Al final la crítica literaria – y un prólogo como este no es más que un ejercicio de crítica literaria – no es sino un pobre sustitutivo, una forma de modelar con palabras la iluminación que nos ha producido un producto verbal como es un libro de poemas, una manera de intentar dar forma a lo inefable.  Una sola lágrima de las que me ha hecho derramar la lectura de este poema (y de este poemario) sería un prólogo mejor y más certero que todas las palabras que pudiera decir ahora mismo. Pero no puedo imprimir la lágrima (que también cae de lleno en el terreno de lo inefable) y dejarla como prólogo por imposiciones editoriales más que evidentes para todo el mundo. 
Cuando al final del todo Rafael Escobar incluye dos poemas fundamentales, VivirSino a quien conmigo va, está subrayando sutilmente, solo sutilmente, sin trazo grueso alguno, la ruta de lectura que ha ido desplegando a lo largo de todo el libro. Una ruta de lectura que solo será capaz de encontrar “quien resista en pie después del odio”, “quien aún cante entre el cierzo mudo de los muertos”; es decir, solo quien vaya con él, quien esté dispuesto a seguirlo en este ruta por la vida. 
Quizás por ello podamos aplicar a este libro las mismas palabras que Rafael Escobar usa para definir su oficio de profesor: 

Es oficio hermoso
sugerir algún itinerario oculto de la belleza, 
no imponer caminos marcados, no aleccionar, 
sólo proponer algún cauce de ala por que transcurra 
la luz definitiva que no es lumbre propia. 


Rafael Escobar propone aquí un itinerario oculto que debemos ir siguiendo poema a poema. 
Hay autores que nos hacen mejores lectores. Hay autores que nos llevan de la mano sin que nos demos cuentas, apenas apretando con sus dedos nuestros dedos, apenas tirando de nosotros para que vayamos por donde ellos quieren. Hay autores que nos dejan darnos cuenta de las cosas antes de que nos las confirme o nos las señalen con el dedo, y que solo al final del todo, cuando ya nos han dejado leer en solitario y llegar a nuestras propias conclusiones, nos confirman nuestras intuiciones. 
Rafael Escobar, en este libro, lo ha conseguido. Al llegar al final nos confirma lo que hemos ido sospechando, y nos invita a seguir con él, a ir con él por el mismo camino. 
Hablar al lector de tú a tú, sin condescendencia (una lección que he aprendido como autor y estudioso de la literatura infantil), es privilegio solo de los grandes escritores. Y con grandes no me refiero a aquellos escritores a los que la crítica y las instituciones han subido a los pedestales del canon y han señalado como tales, sino a aquellos que se toman en serio la literatura, que no significa otra cosa que tomarse en serio a sí mismos y tomarse en serio al lector, que saben que la única manera de decir lo que tiene que decir es a través de la literatura, y escriben porque no pueden decirlo de ninguna otra manera. 
Rafael Escobar, en este libro, se ha convertido definitivamente en uno de los grandes. 


Juan Senís
Valencia, junio de 2017

lunes, 12 de noviembre de 2018

Novedades poéticas de SM (3): "Mi vida es un poema" (u otra poesía juvenil es posible)

 

García Rodríguez, Javier, Mi vida es un poema, Madrid, SM, 2018 (ilustraciones de María Herreros)

Cuando Umberto Eco publicó en 1964 su hoy famosísimo y citadísimo Apocalípticos e integrados no sabía lo que estaba haciendo. O quizás sí, porque era un hombre listo y previsor, que demostró una enorme intuición en muchos aspectos de la vida académica y literaria (véase, si no, El nombre de la rosa). Tal vez entonces pensaría que solo se estaba limitando a actualizar esa polémica entre los modernos y los clásicos que ha ido jalonando la historia de la literatura desde sus inicios y que revive cada cierto tiempo, llevándolo en su caso a la imparable irrupción de la cultura popular como fuente de educación artística para las nuevas generaciones y para aquellos sectores de la sociedad que no tenían fácil acceso a la alta cultura. 
Sin embargo, el debate que entonces planteaba Eco (y que no abría exactamente, sino que lo recogía, maestro como siempre él en auscultar el latido de la actualidad y las ideas) cobra más actualidad que nunca hoy en día debido al auge indiscutible de las tecnologías y el poder de la red. Ante este avance imparable unos se rasgan las vestiduras mientras que otros hacen de su capa un sayo y se suben en marcha y por los pelos al carro de la novedad. Siempre ha sido así. Nada nuevo bajo el sol, desde luego. Este debate entre antiguos y modernos, entre viejunos y nuevunos, entre clásicos y hípsters, entre novecentistas y milennials(que cada uno los llame como quiera) parece extenderse a todos los ámbitos de la sociedad. La educación (sobre todo: aquí todo el mundo tiene una opinión, al parecer), la gastronomía, el deporte, los medios de comunicación, el cine, la literatura y la televisión. Nada se libra de un debate en el que, más que de apocalípticos e integrados, se podría hablar de ingenuos y derrotistas, pues parece que las opiniones se polarizan y que no existen los puntos de vista ponderados e intermedios que arrojen algo de luz sobre la realidad. Pero lo más llamativo de todo esto es que dicho debate alcanza incluso a rincones arcádicos de la vida social y cultural que hasta ahora parecían más o menos libres de dichos enconados desencuentros. 
Esta polémica ha llegado (¡oh, sorpresa!) a la poesía también, esa bella durmiente y doliente del sistema literario que hasta ahora solo parecía estar sacudida por los absurdos y enconados enfrentamientos entre las distintas capillas líricas de nuestro país (pero qué lejos y del siglo XX suena ahora todo eso, el debate entre la experiencia y la diferencia, et al) que solo parecían interesar a los propios interesados, es decir, a los poetas que se adscribían (o a los que adscribían) a una tendencia u otra y que, con ello, ganaban o perdían la posibilidad de publicar en según qué medios. Pero ahora resulta que no. Ahora resulta que nos hemos democratizado, nos hemos modernizado, y la polémica no es tanto entre facciones poéticas sino entre los partidarios de la poesía de siempre y los de la nueva (¿sic?) poesía, que nace, crece y se reproduce en las redes para luego ser trasplantada al papel para seguir polinizando el imaginario de la juventud. Una poesía que al parecer ya puede hacer cualquiera que tenga un móvil, un teclado y un poco de idea (o algunas ideas) que plasmar. O, en su defecto, que tenga una coach literaria. Una poesía en la que lo más importante es tener sentimientos que expresar, cosas que decir, público al que llegar. Una poesía joven. Una poesía chula. O, mejor dicho: #poesíajoven #poesíachula. Ay. 
La polémica al respecto ha llegado incluso a los suplementos culturales (por ejemplo, hace poco Luis Bagué Quílez criticaba en una entrevista en Babelia la poesía cuqui, y El Cultural se hacía eco solo hace unas semanas) e incluso a la investigación académica (véase el interesante artículo de Begoña Regueiro en Ocnos), lo cual es señal de que hay algo moviéndose y de que quizás el campo literario está cambiando y polarizándose. 
Yo no tengo ningún reparo en reconocer que apenas me he detenido a leer con atención este tipo de poesía, y que me he limitado a hojearla con apresuramiento cuando me la encuentro en esas grandes superficies. En dichas incursiones veloces no ha llegado a despertar mi interés, pero por eso mismo no quiero dejarme llevar por los juicios apresurados. Lo que sí he podido comprobar en dichos acercamientos es que se trata de libros, en general, de cuidado formato, bien editados y atractivos en su parte visual, quizás por el público potencial al que se dirigen. 
En medio de todo esto llega a mis manos un libro que se llama Mi vida es un poema, publicado en SM por Javier García Rodríguez, profesor universitario que ha iniciado en los últimos años una fecunda carrera como autor de LIJ, y que, en principio, desde el punto de vista paratextual, parece tener muchos puntos en común con ese tipo de poesía. Por ejemplo, las distintas ilustraciones que van acompañando los textos (y que aparecen durante las páginas de una manera alterna y sin un patrón fijo) se parecen bastante a las que podemos encontrar en los volúmenes de la nueva poesía, y hasta al título, si nos ponemos un poco quisquillosos, le podemos encontrar similitudes. Es, además, un volumen exquisitamente editado, en el que se nota un gran cuidado a la hora de elegir la ilustración de la cubierta, las guardas, la tipografía y las variaciones cromáticas de las portadillas interiores. 
Sin embargo, nada en el interior nos recuerda ni vagamente a esa poesía nueva y joven que llena los anaqueles de las librerías y, al parecer, los auditorios y salones de actos de los foros culturales. Lo que encontramos en el interior es un auténtico festín poético, un compendio de formas y posturas, de maneras de ser, pero sobre todo de decir, que es al fin y al cabo lo que es la poesía. 
Mi vida es un poema es un libro completo, complejo (pero no complicado) y sobre todo poliédrico, un libro en el que hay de todo y cabe casi todo y en el que el autor demuestra que otra poesía juvenil es posible. Cabe el humor, cabe amor, caben el lirismo y lo lúdico, el verso y la prosa, caben Gran Hermano y las telenovelas, caben Espartaco y los vigilantes de la playa. Y cabe sobre todo una alegría desenfadada del verso y la palabra, que se despliega por todas sus páginas y que solo puede ser fruto de un trabajo concienzudo de creación y depuración.  
Es difícil elegir algún aspecto de este poemario tan rico y variado, pleno de hallazgos verbales pero sustentados casi siempre en una indagación imaginaria con la que se consigue trascender la pura superficie del texto y llevarlo más allá del simple chiste culturalista de raigambre pop o pseudo-académica.  
Sin embargo, yo elegiré aquí en esta reseña un aspecto que me preocupa especialmente cuando leo y analizo la literatura escrita para niños y para jóvenes, tal vez porque me parece que es uno de sus problemas más importantes y una de las columnas vertebrales de su idiosincrasia. No es otro que el problema de la voz. Teniendo como tienen la LIJ una situación comunicativa basada en la asimetría, pues siempre hay un adulto que le habla un niño o a un adolescente, siempre resulta complicado saber cómo dirigirse a ese lector que es más joven. Ante ello, ¿qué ropaje adoptar? ¿Cuál es el tono que funciona? ¿Cómo hacerlo? Es esta una pregunta recurrente cuando se entrevista a autores que se dedican preferentemente a la literatura para niños y jóvenes, quizás porque no deja de ser la gran cuestión de todo el asunto. Algunos autores dicen que en el fondo no han dejado de ser niños y que por eso se entienden bien con ellos, pero a mí nunca me ha convencido dicha respuesta. Es más, me hace desconfiar profundamente. Un adulto es un adulto. Ya no es un niño. Ha cambiado. Por dentro y por fuera. No creo que el infantilismo sea una virtud. Otra es que pensemos que solo son propias de la niñez cualidades como el entusiasmo, la ilusión y la mirada limpia. Otros autores y algunos estudiosos, en cambio, parecen saber que la clave de escribir para niños quizás esté en dominar como nadie esa fina línea que separa la sencillez de la condescendencia y no dejarse arrastrar por la facilidad de esta última. Hacerlo es tomarse la LIJ muy en serio, pero ser siempre consciente de que se es un adulto y nunca, nunca va a ser confundido con un niño. 
Javier García Rodríguez pertenece sin lugar a dudas a esta segunda categoría. Al ponerse a escribir para jóvenes no ha pretendido ni vestirse con sus ropas ni adoptar su lenguaje, quizás porque sabía que eso solo le haría parecer más viejo y desfasado, ridículamente esforzado en hacerse pasar por joven cuando ya no lo es. Él sabe dónde está y sabe dónde está su voz, que suena perfectamente modulada y es capaz de trepar por las escalas superiores del lirismo y descender a las notas inferiores del humor con igual de facilidad. No pretende, por tanto, hablarles a los jóvenes con un lenguaje simplista y rebajado. No: sabe que la poesía no es eso. Sabe que escribir poesía juvenil no obliga a tratar a los jóvenes con condescendencia, sino con respeto, y por eso les ofrece esta fiesta del lenguaje y la imaginación. Como muestra de ello, y de su actitud en el fondo vitalista, nada catastrofista y por descontado nada nostálgica del pasado (esa trampa de pensar que “cualquier tiempo pasado fue peor”), uno de los primeros poemas del libro, La selva, que podría funcionar como poética unificadora de todo el volumen. Comienza así: “No somos ni mejores ni peores. / Vivimos nuestro tiempo, / sus virtudes, / sus tercas decepciones, como todos”. Y termina así: “No hay nada diferente en vuestra historia: / si miráis hacia atrás vuestro presente / es solo el resultado del futuro / que soñasteis tener en el pasado”. 
No cabe, creo yo, mejor declaración de intenciones. Y no hay, en fin, mejor invitación a la lectura de Mi vida es un poemaque estos versos.