La literatura - o, mejor dicho, lo
que algún crítico que no mencionaré por no ser pedante llamó con acierto campo
literario - está tan sujeta a las tendencias y modas como las pasarelas y
las tiendas de ropa, y de ahí que el tiempo y las efemérides se impongan en
muchas ocasiones a cualquier otro criterio de gusto. Es lo que sucede hoy, 28
de marzo de 2015, día en que se cumplen setenta y tres años de la muerte de uno
de los poetas españoles más conocidos (y tal vez leídos) del siglo XX, si bien
con su obra pasa como con la de muchos otros autores: unas cuantas
composiciones más fáciles o accesibles han eclipsado todo lo
demás, especialmente sus inicios claramente gongorinos. Si a eso se le unen las
popularísimas versiones musicales de Joan Manuel Serrat y su condición de poeta
icono de la izquierda, ya tenemos los elementos de un mito literario que, como
todos, eclipsa al autor en el imaginario colectivo. A pesar de ello, releer a
Miguel Hernández, incluso en composiciones tan conocidas y difundidas como
estas Nanas de la cebolla (tan míticas a su vez, pues hablar de ellas
implica referirse casi de manera obligatoria a las circunstancias en que fueron
escritas), significa siempre reencontrarse con un poeta magnífico que nos va
iluminando casi en cada uno de las distintas estrofas del poema, hasta llegar a
los tres últimos, tan bellos como directos, tan terribles como certeros (No
te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre). Unas palabras que
tal vez cualquier persona ha querido decirle alguna vez a sus hijos, aunque
sepa en el fondo que el mundo, como no puede ser menos, acabará rozándolos y
haciéndoles daño, por no hacer mudanza en su costumbre.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
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