Rodari, Gianni, Retahílas de cielo y tierra, Madrid, SM, 2013 (ilustraciones de
Tomás Hijo).
A Oscar, grazie per il tuo aiuto.
A estas alturas, es incuestionable la importancia del italiano Gianni Rodari (1920-1980) para la literatura infantil europea y la influencia de su difundidísima Gramática de la fantasía en la manera actual de entender la educación literaria y la didáctica de la lengua y la literatura. Prueba de su huella es que se siguen publicando y reeditando sus obras, incluso en España, donde la editorial SM ha creado recientemente una Serie Rodari dentro de su colección El Barco de Vapor. Después de los dos primeros volúmenes, Veinte historias más una y El planeta de los árboles de Navidad, ilustrados por Fran Collado, llegan estas Retahílas de cielo y tierra, traducción de las Filastrocche in cielo e terra publicadas en Italia 1960 con ilustraciones del no menos legendario artista y diseñador italiano Bruno Munari. Esta edición no conserva, empero, dichas ilustraciones, y va acompañada por otras creadas para la ocasión por Tomás Hijo. Este cambio, y el hecho de que se trate de poesía traducida, invita a llevar a cabo una reflexión sobre este libro nuevo, pues podría ser visto como una versión del original y no solo como una mera traslación a otra lengua: en primer lugar, porque la traducción de la poesía, sobre todo de la infantil, tan marcadamente rítmica, exige tomar decisiones constantemente y separarse del original y de la literalidad en aras de mantener el espíritu del texto, aun traicionando la palabra; y, en segundo lugar, porque cambiar las ilustraciones implica tomar cambiar el libro en su conjunto como artefacto paratextual, máxime si se tiene en cuenta que las de Tomás Hijo, excelentes en sí mismas, poco o nada tienen que ver con las originales de Bruno Murari.
Lo que hace de esta
edición española una nueva versión del libro, y no una mera traslación a otra
lengua, son sin duda las ilustraciones. Ya anteriormente, en Italia, estas Filastrocche se publicaron con ilustraciones
que poco o nada tenían que ver con las de Munaria, pues eran más
convencionalmente figurativas. Para la edición española se ha seguido esa misma
línea al escoger las ilustraciones de Tomás Hijo, que encajan más con la línea
editorial de la serie Rodari de la colección, en la que es difícil, en cambio,
imaginar las de Munari. Porque ambas ilustraciones son tan distintas que casi
parece que estamos ante dos libros diferentes, sin ninguna relación entre
sí.
Según dice Bruno Munari en
El arte como oficio, “un buen libro
para niños, de los tres a los nueve años, debiera narrar una historia muy
elemental y mostrar figuras enteras, en colores, muy claras y precisas”. Quizás
siguiendo esta idea ilustró Munari estos versos de Rodari, ya que estamos ante
un libro de formas – más que de figuras – claras y precisas, pero que muchas
veces no se convierten en figuras reconocibles, pues predomina sobre todo la
línea y el color, más que la construcción de figuras. Así, en muchos casos
estas ilustraciones producen la sensación de que las retahílas no están
ilustradas –porque no hay una plasmación visual de los textos – sino decoradas.
Además, es una ilustración que surge del blanco, de aspecto abocetado, similar
a un garabato infantil, en las que hay una presencia constante del vacío sobre
el que se traza la línea y con el que esta entabla un diálogo. Este aire
inacabado invita al lector a amplificar el texto, no imponiendo una imagen sino
facilitándole un trampolín desde el que imaginar.
Las imágenes de Tomás Hijo,
en cambio, son mucho más ilustrativas y figurativas. Aquí ya no estamos ante el
imperio de la línea y del vacío que veíamos en las de Munari, sino más bien en
el del relleno, pues las ilustraciones componen realmente figuras y llenan el
vacío, hasta el punto de que, por ejemplo, la doble página que preside cada una
de las secciones está completamente dominada por colores. En algunos momentos,
como pasaba con las de Munari, el texto y la ilustración dialogan en la página,
y aquel se introduce en esta, pero aquí la relación es más de superposición que
de adición. Aparecen elementos planos superpuestos, y en muchos casos se usa el
collage como técnica. En general, las ilustraciones están marcadas por una
estilización geométrica de las formas y por un uso de colores casi saturados,
incluso con textura simulada, lo cual les confiere una materialidad de la que
carecían las de Munari.
Así, pues, no cabe preguntarse
si las ilustraciones de Munari son más modernas que las de Hijo, o viceversa, o
si son mejores, o peores, pues esas preguntas parten de un punto de vista
equivocado. No se trata tanto de preguntarse por el valor de las ilustraciones
sino de calibrar su efecto sobre el texto y sobre el libro como conjunto de
imagen y palabra. Y es ahí donde reside la diferencia. Porque mientras que las
ilustraciones de Munari parecen mirar a un futuro que también convocan los
poemas de Rodari al reflejar diversos aspectos de un imaginario moderno en 1960
(los oficios, la tipografía, el tren, el espacio, etc.), las de Hijo, en
cambio, miran al pasado en la medida en que el universo reflejado por Rodari para nosotros
plasma un mundo pretérito y de encanto tanto vintage. De ahí que cada uno haya ilustrado desde ese punto de
vista. Y de ahí que el texto, como obra abierta que es, cambie con cada
ilustrador como cada pieza musical varía con distinto intérprete. No en vano Umberto
Eco, cuando propuso su concepto de obra abierta, lo hizo pensando en la música.
En este caso, la partitura de Rodari es la misma, pero no suena igual tocada
por las manos de Munari y de Hijo. Y, aun así, se trata de dos interpretaciones
igual de válidas.
Amo a Rodari
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