martes, 10 de diciembre de 2019

Joyas encontradas: Ungerer + Vian




Pour Gilles, bien sûr 

Como otras personas que viven volcadas en los libros, tengo un especial imán para encontrar las librerías de viejo en las ciudades que visito. O, tal vez, las librerías de viejo tienen un especial imán para encontrarme a mí, que también puede ser. El caso es que esto es algo que me pasa con relativa frecuencia.  Voy caminando por las calles de cualquier ciudad francesa o italiana o alemana o norteamericana, sin intenciones librescas en mente y sin rumbo fijo, y aparece en mi camino una librería de viejo bien equipada y generalmente acogedora, en la que me zambullo sin pensar y sin reflexión alguna durante un rato, sobre todo si voy solo. Curioseo entre las estanterías, miro y remiro (porque además en las librerías de viejo uno sabe que se puede encontrar cualquier sorpresa escondida en las estanterías, al contrario de lo que sucede en las librerías normales, donde uno ya va a tiro fijo y sabe más o menos lo que se puede comprar) y al final siempre me ocurre lo mismo: mi entusiasmo inicial por llevarme una buena docena de libros queda rebajado por un sentido práctico que se alimenta de dos de los grandes males de la vida moderna para los lectores impenitentes y que me lleva a ir soltando lastre por la librería con la cabeza gacha y el alma serenada. El primero de ellos tiene que ver con el tiempo y el espacio, y me induce a preguntarme: ¿de verdad vas a sacar tiempo para leerte Belle du seigneur (nota informativa: tiene más de mil páginas) en francés alguna vez, por mucho que cueste dos euros? O: ¿de verdad quieres acumular en tu casa – de reducido tamaño, dicho sea de paso – un libro que no vas a leerte y que no vas a poder dar o prestar a casi nadie? Y el segundo de ellos tiene que ver con las inflexibles reglas de las compañías de bajo coste en las que solemos viajar cada vez más para movernos por Europa, que me inducen siempre a preguntarme: ¿todos estos libros podrán caber en tu maleta de pequeñas dimensiones sin superar el peso permitido por las normas de la compañía aérea? Así que al final la docena se convierte en media docena, y la media docena en tres, y los tres quizás en dos. Y la verdad es que a uno le dura la duda de si debería habérselos llevado poco más de un par de horas, pues, cuando vuelve a casa y el taco de libros se acumula sobre el escritorio, uno ya no se acuerda de lo que dejó sin comprar y sí de lo que ha comprado y ha quedado sin leer. La vida libresca es así. 



Hace unas semanas me pasó algo similar en Burdeos, caminando por el centro de la ciudad un domingo por la tarde (bueno, más bien de l’après-midi, esa palabra sin equivalencia en español, por cierto). Aunque amenazaba lluvia, las calles estaban llenas de gente que quizás aprovechaba ya para hacer las compras de Navidad, no demasiado lejanas ya, en las tiendas del centre ville. La verdad es que en este sentido el lugar no tiene demasiado interés, porque se podían encontrar muchas de las franquicias de ropa que abundan en otras ciudades europeas. Allí había Benetton, Mango, Zara, Celio, Levi’s, Berska, Springfield, GAP o Cos, junto con algunas marcas y tiendas genuinamente francesas. La globalización del consumo en estado puro: otro mal (¿o es un bien?) de la vida moderna. 



Pero me encontré con una sorpresa. Iba buscando alguna postal distinta o un imán de nevera un poco diferente para llevar como detalle, y me fijé en que había en una calle lateral y un poco menos transitada un expositor con ambas cosas a la vista. Me acerqué hasta allí y cuál no sería mi sorpresa al ver que la tienda en cuestión no vendía solamente ese tipo de recuerdos, sino que más que nada era una librería de viejo con anaqueles de libros que ocupaban las paredes de arriba abajo. Y cuál sería mi sorpresa otra vez al ver que había una sección de libros infantiles y álbumes ilustrados prácticamente nuevos en una pila, a la que el encargado, un señor cuyo ralo pelo gris componía una triste aureola sobre su cabeza y cuya dentadura desportillada me recordó al teclado de un piano antiguo después de un bombardeo, me animó a sumergirse. Así fue como di con esta absoluta joya que desconocía hasta ahora: un alfabeto escrito por Boris Vian e ilustrado por Tomi Ungerer. Casi nada. Dos grandes luminarias de las letras y de la ilustración unidos en un solo volumen, que además incluye un CD con las canciones compuestas a partir de los textos por Lucienne Vernay. Una absoluta delicia que, de repente, iluminó una tarde lluviosa y algo sombría en Burdeos, y que, como cabía en la maleta perfectamente junto con los otros dos que compré y además estaba a mitad de precio, me llevé sin pensar. Además, ¿quién se puede resistir a llevarse a casa un Abecedario musical para el uso de niños y de personajes que llaman por teléfono, que es como lo titula Vian, y que juega todo el tiempo con la repetición de vocales, como una suerte de Doctor Seuss cruzado con OULIPO, y que además está ilustrado por Ungerer a la manera de los miniaturistas medievales? Yo no, desde luego. 



          Sin embargo, no fue eso lo primero que pensé al encontrar este libro. Lo primero que me pregunté fue más bien: ¿cómo es posible que desconociera la existencia de tal joya? Pero la vida libresca es también así: cuando uno cree saberlo (casi) todo, siempre aparece algún libro o autor que se supone que debería conocer para demostrarle que no es así. Y es entonces cuando se repliega sobre sí mismo y sobre el libro con la cabeza gacha y el alma esta vez inquieta, sabiendo que jamás lo leerá todo, ni lo conocerá todo, ni tendrá tiempo para leer todo lo que quiere leer. La vida libresca es así, por supuesto, pero la vida-vida también: sabemos que nunca podremos conocer todos los lugares del mundo, ni amar a todas las personas del mundo, ni probar todos los sabores del mundo. Al fin y al cabo, leer no es tan diferente de ser o de estar, o de hacer. Y la literatura siempre, siempre es vida. 

domingo, 8 de diciembre de 2019

Libro-Obxecto e Xénero: Estudos ao redor do libro infantil como artefacto


Hace casi dos años, en abril de 2018, tuve el placer de asistir al tercer encuentro en torno al objeto libro, que, después de los celebrados en Aveiro en 2016 y en Huesca en 2017, tuvo lugar en el campus de Orense de la Universidad de Vigo. Allí, durante una intensa y soleada jornada que parecía casi veraniega, coincidí con investigadoras españolas, portuguesas y brasileñas, que trataron diversos aspectos ligados a las relaciones entre el libro objeto y género. 
Ahora se publican en forma de libro todas las contribuciones de dicha jornada, en un volumen excelentemente coordinado por la organizadora del encuentro, Isabel Mociño González, y muy bien editado por el Servizo de Publicacións de la Universidade de Vigo. La variedad y la calidad de los trabajos es muy reseñable, pues tratan de muy diversos aspectos ligados al libro objeto y desde muy diferentes puntos de vista, lo cual convierte este volumen en una obra de referencia en su género, pese a estar recién publicado. 
Mi contribución a este volumen es un trabajo titulado “El verso es el formato: la desautomatización objetual en Postales para un año”. En él me centro en esa obra escrita por Giusi Quarenghi e ilustrada por Anna Castagnoli, y publicada en la editorial A Buen Paso, que va más allá del simple libro de poemas porque puede convertirse en una colección de postales.    


Es, pues, un honor compartir libro con todas las investigadoras que aquí participan (y digo otra vez investigadoras porque soy el único hombre entre las autoras) y poner junto a ellas mi granito de arena, tanto para hacer que el libro objeto se lea mejor como para dar visibilidad a las mujeres que lo cultivan. 

martes, 3 de diciembre de 2019

Cançó de fer camí



Maria-Mercè Marçal (texto) y Carolina T. Godina (ilustraciones), 
Cançó de fer camí, Valencia, Sembra Llibres, 2019 


Es un placer (pero también una hermosa casualidad, como las que a veces alumbra la propia poesía) volver a la actividad crítica de este blog, después de un largo paréntesis, con la reseña de un nuevo álbum poético en el que se interpreta con imágenes uno de los poemas más conocidos de la poeta catalana Maria-Mercè Marçal, Cançó de fer camí, popular entre otras razones porque la cantante Marina Rosell le puso música hace algunos años. 


Me hace especial ilusión por diversas razones, y no todas del mismo cariz. En primer lugar, porque se trata de la primera incursión en el terreno del álbum de la editorial valenciana Sembra Llibres, que tiene un catálogo literario bastante particular y exquisito. En segundo lugar, porque Maria-Mercé Marçal es una poeta que me gusta mucho y que creo que no es quizás suficientemente conocida fuera de los territorios de lengua catalana (pero, al fin y al cabo, ¿qué poeta lo es?). Y, en tercer lugar, porque a este libro parece que le ha costado mucho hacer el camino que lleva desde la sede de la editorial hasta mi casa, ambas sitas en la ciudad de Valencia, ya que tardó más de una semana en aparecer en mi buzón, para gran extrañeza y casi desesperación de una de las editoras, que tuvo a bien incluirme en la lista de prescriptores. Visto lo visto, no podía dejar de reseñarlo, claro está, más aún cuando se trata de un poema que habla de ir haciendo camino, algo que muchas veces puede ser complicado pero que siempre ha de procurarse, y que yo ahora mismo he de repetirme casi a cada paso que doy. 
No es la primera vez, sin embargo, que la poesía de Maria-Mercé Marçal se adapta para los jóvenes lectores, y tampoco la primera vez que se hace con este mismo poema. En 2014 la editorial Andana publicó, dentro de su colección Vagó de Versos, un volumen dedicado a la poesía de la autora, titulado Tan petita i ja saps, e ilustrado por Marta Altés. En dicho volumen, pensados como otros de la colección dedicados a poetas como Granell, Estellés o Salvat-Papasseit para acercar la poesía de los grandes clásicos en lengua catalana a los lectores más jóvenes, se incluía un amplio abanico de poemas procedentes de seis libros distintos de Marçal, sin dejar de lado por cierto los de su último y estremecedor volumen, Raó del cos (Razón del cuerpo), en el que da cuenta con singular y destilada voz del proceso de la enfermedad que la llevó a morir prematuramente a los cuarenta seis años. Un gran acierto este, incluir dos poemas que hablan claramente de la muerte, al final de un volumen que discurre por terrenos más festivos en ocasiones (a ello ayudan mucho las ilustraciones, por cierto) y reivindicativos, dos claves de la poesía de esta autora. 
Cançó de fer camí está incluida en dicha antología, pero, cuando he acudido a ella para comparar opciones de interpretación gráfica, me he llevado cierta decepción, porque al poema apenas lo acompañan unas nubes (un motivo recurrente a lo largo del volumen) en la doble página, que en realidad son continuidad de otras dos ilustraciones, la anterior y la posterior, que tienen a la luna como protagonista. De hecho, la secuencia o tríptico que forma con los poemas Magdalena… (el anterior) y Cançó de Bressol (el posterior) tiene una continuidad basada en lo femenino y lunar, además de en el juego y ciertos ecos de la lírica popular, que hace que los poemas se enriquezcan mutuamente, aunque los dos primeros pertenezcan a un libro distinto del tercero. 
La poesía de Maria-Mercé Marçal alude con frecuencia a un concepto hoy muy boga, que es el de sororidad. Sororidad literaria, por un lado, pues ella misma se preocupó de rescatar una tradición poética femenina en catalán y también de traducir a su lengua a grandes poetas extranjeras, inaugurando así un espacio poético propio. Pero sororidad vital, por otro, porque su poesía muchas veces habla precisamente de las relaciones entre mujeres desde un punto de vista amplio que va más allá de su propio y confesado lesbianismo y entroncaría sin duda alguna con conceptos como el de homosexualidad femenina, acuñado por la francesa Luce Irigaray, o el de continuum lesbiano, propuesto por Adrienne Rich, que, pese sus diferencias de matiz y de base, están hablando de lo mismo: de las relaciones de solidaridad, empatía, afecto y apoyo entre mujeres, en contra del extendido y machista tópico de la rivalidad femenina que tantas mujeres se creen como si fuera dogma de fe, sin darse cuenta de que es una trampa más con la que el patriarcado las tiene atadas y bien atadas. Estas relaciones amorosas no tienen por qué ser sexuales, porque incluyen la amistad, la maternidad (tratada pro Marçal en un poemario, La germana, l’estrangera, escrito a raíz del nacimiento de su hija, a quien crio sola) y la hermandad entre mujeres. 
Este último es precisamente el tema de esta Canço de fer camí, que ha dado lugar a un álbum de tamaño mediano, un formato que huye de la épica, como el propio poema y que resulta muy adecuado en este caso. Como ocurre siempre que se ilustra un poema no concebido en principio para niños, gran parte del atractivo de un álbum poético como este reside en comprobar cuál ha sido la interpretación del texto que nos ofrece la ilustradora a través de las imágenes que acompañan (o, más bien, envuelven) los versos. Porque, como es bien sabido y evidente, un álbum poético que adapta un poema ya existente ofrece una interpretación o comentario visual del texto que el lector percibe al mismo tiempo que el código verbal, por lo que en cierto modo cierra el sentido y lo impone al receptor, aunque en cierto modo también lo invita a participar de esa interpretación y a compartir con él su visión de los versos. Tal vez por eso, por ese carácter abiertamente invitatorio que en cierto modo acerca la poesía incluso a los lectores que no están familiarizados con ella, la poesía ilustrada para todas las edades se ha convertido en los últimos años en una de las grandes revelaciones del panorama literario hispánico. 
¿Qué interpretación nos da, pues, la ilustradora Carolina T. Godina, cuyo trabajo hasta ahora desconocía, de los versos de Maria-Mercé Marçal, en sí mismos claramente invitatorios (“Vols venir a la meva barca?”, es decir, “¿Quieres venir a mi barca?”, así comienza el poema)? 



Hay que decir ante todo que consigue un equilibrio bastante acertado entre lo metafórico y lo literal. Está claro, como decíamos antes, que cualquier ilustración concreta un poema, pero las vías por las cuales lo hace son tan diversas como los propios ilustradores: hay quienes optan por dar al poema un espesor más bien narrativo, creando personajes y trenzando una narración que solo está implícita en el poema, y hay quienes optan por construir metáforas o imágenes nuevas a partir de las que se leen en el propio poema, como si fuera una suerte de meta-metáfora (y perdón por la palabra). Aquí se camina un poco entre ambos frentes. Por un lado, la opción elegida es más próxima a la primera: lo que vemos es un grupo de mujeres que se va juntando, poco a poco, hasta acabar todas juntas en una playa alrededor del fuego. Entre ellas hay una acusada diversidad, pero, sobre todo, destaca la continuidad en torno a dos personajes que ya están en la ilustración de la primera secuencia, que se corresponde con el primer verso. Una anciana y una niña que reencontraremos en otras secuencias y que constituyen el hilo conductor de todo el libro. Una anciana y una niña que se erigen quizás en metáforas del tiempo y de la mujer, en principio y fin, en pasado y futuro, de este río que va invadiendo las calles hasta llegar al mar. En esta primera ilustración, además, ambas miran un barco de papel que está encima de una chimenea, posado como un pájaro inmóvil, y que las incita a salir de casa y echarse a la calle. Un barco que además está presente en las dos guardas, con una evolución narrativa clara: en la primera, es solo un papel con las líneas trazadas; en la última, es un barco de papel donde viven las mujeres que hemos visto antes en el libro. Una buena síntesis de todo el libro.  



Detalles como estos, así como la continuidad en las ilustraciones y también la huida de la literalidad total en las secuencias (pues en muchas ocasiones la imagen vuela por encima del texto con una libertad que sin embargo confiere al conjunto una lectura ajustada del poema), hacen de esta opción un acierto en un poema que podría haber quedado desajustado y romo. No es el caso. Si siempre es un acierto y un placer leer a Marçal, una actividad que recomiendo definitivamente desde aquí, hacerlo en compañía de estas ilustraciones puede resultar aún más iluminador. Háganlo, sean hombres o mujeres, niños o niñas, incluso si no leen catalán: hay traducciones al castellano disponibles en internet y, al fin y al cabo, no es una lengua tan distinta del castellano. Si se animan, les deseo un muy feliz viaje en la barca.   



domingo, 5 de mayo de 2019

Mi alma por unos "lederhosen" y cosas fuera y dentro de lugar (Cartas desde un castillo bávaro: y 6)



Nuestra mirada se ajusta a los lugares como nuestro cuerpo a un sillón antiguo que hemos usado durante muchos años para leer la prensa o dejarnos caer después de un día aciago en que la rutina amenaza de muerte y solo apetece entregarse al abrazo de un cuerpo que no habla, que acaso solo emite un débil y herrumbroso quejido al recibirnos. Es curioso comprobar cómo nuestras pupilas van descartando poco a poco todas las novedades, cómo estas dejan de ser tales y pasan a formar parte del humus visual cotidiano, de esa capa constante de visiones que siempre tenemos delante y que damos por hecha sin reflexionar demasiado sobre ella, como si siempre hubiera estado ahí, como si fuera natural cuando no lo es. El proceso es silencioso y misterioso, y se parece mucho al de hablar o comprender un idioma que al principio nos resulta desconocido y hasta hostil por su ininteligibilidad. Hay un día en que ya no se traduce mentalmente a la lengua materna lo que oímos en la otra, en que lo que decimos en este nuevo idioma prestado brota automáticamente de nosotros sin que lo pensemos o elaboremos antes. En ese momento la lengua extranjera ya ha encontrado su refugio en algún nicho de nuestra mente, que es donde empiezan a resonar todas sus emisiones. Lo más sorprendente es que ese procese sucede a nuestro pesar y que no lo elegimos del todo, ni tiene que ver con nuestras decisiones. Supongo que tiene que ver con eso que dicen ahora de tener una actitud abierta e integrarse, etc. Pero yo creo que todo eso es simplificar las cosas y que el proceso es mucho más complejo y difícil de cuantificar en realidad. Una mente abierta no significa que dentro entren cosas. Uno puede dejar la puerta abierta y que nadie entre, y uno puede tenerla cerrada y que alguien la derribe a golpes. Nada es tan simple. Y, al final, nadie puede saber cuándo algo hace clicy penetra en nuestra mente para quedarse. 
Todo esto viene al caso porque hay algo en Múnich y en Baviera que llama mucho la atención a los visitantes, incluso cuando se sabe de antemano porque se ha visitado con anterioridad regiones aleñadas de Alemania, Austria, Suiza o Italia donde sucede lo mismo. En cuanto llega el fin de semana o los días festivos empieza a verse por toda la ciudad a los muniqueses vestidos con el traje típico de la región. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores, niños y niñas, todo tipo de personas se pone ese atuendo que desde los países del sur asociamos a lo típicamente germano y se pasea por la ciudad luciéndolo con la naturalidad y el callado desparpajo de quien ha hecho de ello una actividad cotidiana y no un acontecimiento ungido por el brillo de la novedad y lo excepcional. Uno los encuentra por todas partes. En la parada del S-Bahn, a punto de coger el tren para ir al centro; en las calles cercanas a Marienplatz y Odeonplatz, epicentro de la ciudad; en los bares y biergärten; paseando por los parques y hasta comprando en el supermercado. 




Se trata, además, de un traje regional que quizás no sea la versión fetén y más elaborada, sino una especie de puesta a punto para el día a día de la indumentaria tradicional, porque parece asombrosamente cómodo y (por usar una palabra del léxico familiar materno) ponible. Ellos llevan los conocidos lederhosen cortos o a media pierna con camisas de cuadros y chaquetas de lana o chalecos, según sea la temperatura, y ellas, coloridos trajes hechos con telas ligeras y con faldas de vuelo a media pierna. Además, son muchos los jóvenes que llevan el traje con zapatillas de deportes, por lo que pierde una solemnidad que tal vez nunca ha tenido o que quizás ha perdido por esa misma adaptación al día a día. Por ello no cuesta nada imaginar estos trajes colgados en el mismo armario y de la misma barra que los vaqueros y las camisetas y las chaquetas de uso diario, mientras que es casi imposible concebir eso mismo con un traje de fallera, que parece que al volver a casa y quitárselo va a ser colocado en un maniquí y guardado dentro de una vitrina o un armario especialmente concebido para la ocasión. Si a ello le añadimos que en muchas ocasiones los que llevan el traje van bebiendo descuidadamente una cerveza por la calle, como si esa bebida fuera el complemento ideal que remata toda la indumentaria, esta sensación de informalidad es aún mayor. 
A veces se ven también grupos de jóvenes estadounidenses u otras nacionalidades (aunque son estos los que predominan) que han decidido unirse a los muniqueses y tal vez compensar con ello que no han podido visitar la ciudad durante la archiconocida y archi-popular Oktoberfest vistiéndose como ellos – When in Munich... , pensarán – y paseándose por la ciudad cerveza en mano. Pero se reconocen y se localizan enseguida, no tanto por el físico o la lengua, sino por cierta actitud exhibicionista que casa mal con el traje y que los delata. No lo llevan como si anduvieran por casa con él, sino como quien alquila un esmoquinpara ir a un baile de graduación. Nada que ver. Y también por cierta manera ostentosa y poco natural de beber, como si quisieran decirnos que aquí pueden beber en la calle, y que no pasa nada, pues nadie va a llamarles la atención por ello. 




Al ver a estos bávaros vestidos de bávaros por las calles de Múnich los fines de semana no puedo evitar preguntarme cuál sería el equivalente de esta costumbre en España. ¿Mujeres vestidas de gitanas para ir a pasear por las calles de Sevilla un domingo cualquier por la mañana? ¿Hombres con barretina tomándose el vermú del sábado? ¿Falleras compartiendo en una terraza un viernes por la noche unas patatas bravas? ¿O aldeanas llaniscas dispuestas a meterse entre pecho y espalda un cachopo acompañado de unos culinesde sidra? Pero luego pienso enseguida que algo así entre nosotros sería casi inviable y muy poco imaginable, a no ser que sometiéramos a los trajes típicos a una especie de reconversión que los transformara en una indumentaria tan cómoda como la bávara y que hace que en esta la frontera entre el vestido normal y el traje regional sea mucho más difusa y más permeable. Como la propia ciudad, en la que naturaleza y cultura conviven en una amalgama fascinante para el extranjero y quizás totalmente normal para el nativo, aquí lo cotidiano y lo excepcional, el pasado y el presente, la tradición y la modernidad, parecen caminar de la mano encarnadas en un traje regional que parece salido de una postal. Tan tópico como real. 




Y al ver a estos bávaros vestidos de bávaros en el tren, en las calles aledañas a Marienplatz, en los parques, en los bares, en los supermercados y en los biergarten, compruebo que después de un mes ya siento asombro ante esa visión y que ya me lo tomo como algo normal y totalmente asumido. Es decir, mi visión se ha acostumbrado a ello, como mis oídos al canto de los pájaros por la mañana al salir de casa para ir a la biblioteca o al rumor de los árboles agitados por el viento. Ya no lo veo como algo llamativo o extraño. Me percato de ello un día en que voy leyendo en el tren, de vuelta a casa después de pasar la tarde por el centro de la ciudad. En una de las paradas se sube al vagón un chico joven vestido con los tradicionales lederhoseny se sienta justo delante de mí. Aunque reparo en su presencia, yo sigo leyendo tranquilamente sin prestarle atención. Solo cuando se acerca ya estación en la que yo he de bajarme y he de guardar el libro en la mochila me doy cuenta de que su atuendo no me ha hecho levantar la cabeza de mi lectura y que he reparado en su presencia con la misma indiferencia con la que se mira a cualquier compañero de viaje, con una inspección sencilla y rutinaria. Y no solo eso. Porque mientras me dirijo a la puerta para salir del vagón, me sorprendo a mí mismo pensando que me encantaría vestirme por un día así y salir a las calles de Múnich y subirme al tren y pasearme por las inmediaciones de Marienplatz y por los parques y sentarme a tomar algo en los bares y los biergärten. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que ese pensamiento ha brotado en mí tal vez a mi pesar y que probablemente me avergonzaré de él cuando la semana que viene ya esté en el metro en Valencia, camino de casa, y todo esto no sea ya más que uno de los muchos recuerdos que, aunque aún frescos, empiezan a sedimentarse en esa sucesión de capas sin fin que engrosa los cimientos de la memoria. Que para entonces me parecerá totalmente fuera de lugar. Y con razón. 

viernes, 3 de mayo de 2019

Today's Highlight at the IYL // Descubrimiento del día en la IYL: If












If they would give me a black horse
and would tell me to find my own way
then I would become a great river
to quench its thirst.

Anthi Dimitrouka

lunes, 29 de abril de 2019

Today's Highlight at the IYL // Descubrimiento del día en la IYL: "Kartoffeln in Pantoffeln"














Today’s Highlight at the Internationale Jugendbibliothek, International Youth Library: eating vegetables cannot be fun, but reading them definitely is!

Descubrimiento del día en la IYL: comer verduras no es divertido, pero leerlas sí. 

Schneider, Antonie (text)
Pin, Isabel (illus.)

Kartoffeln in Pantoffeln (Potatoes in slippers) 

Berlin: Aufbau, 2011. – [32] p.
ISBN 978-3-351-04134-2

Vegetables – Word play – Poetry 


In »Kartoffeln in Pantoffeln«, the protagonists are asparagus, artichokes, and – oh crumbs – spinach. True, greens may not be the favourite food of little chip lovers; yet Antonie Schneider and Isabel Pin serve their miniature vegetables so lovingly and passionately that even fervent advocates of junk food cannot but devour them. The anthropomorphic vegetables often find themselves in unexpected situations. Thanks to a sophisticated dramatic arc, the texts oscillate between tragedy and partly absurd comedy. The same is true for Isabel Pin’s carefully composed illustrations. Carrot- and broccoli-adventures tempt readers to gaze at the pictures, create their own poems, and maybe even re-enact the tales; and the prospective protagonists can simply be cast on the readers’ plates at lunchtime. (Age: 4+) 

domingo, 28 de abril de 2019

Un lago con un cisne (y otras cosas inútiles) (Cartas desde un castillo bávaro: 5)




Para mi amiga y compañera Rosa, 
a quien le encantaría estar aquí,
 porque seguramente suscribirá muchas 
de las cosas que aquí digo 

A la gente le cuesta un poco llegar a saber de qué o a quién doy clase exactamente, pero eso es algo que me persigue desde los años en que realizaba mi doctorado sobre teoría de la literatura (¿el qué?) y me veía en la situación de explicar de qué trataba exactamente mi tesis. En esos momentos a mí me habría gustado ser uno de esos investigadores de bata blanca y formación empírica que se pasan la vida en el laboratorio haciendo experimentos o incluso tener un tema más concreto dentro de los propios estudios literarios – yo qué sé, los Episodios nacionales de Galdós, las últimas comedias de Lope de Vega o la poesía surrealista de Lorca – para evitar la cara de perplejidad del personal cuando les soltaba lo de teoría literaria o les ofrecía una síntesis reducida y de fácil digestión de la poética de lo imaginario, la crítica feminista y los estudios culturales. Tanto era así, que al final acabé elaborando una versión reducida y simplificada de la tesis en unas pocas frases, que desgranaba con una convicción que solo puede existir cuando algo se ha perfeccionado a fuerza de repetirlo una y otra vez. Y así salía del paso muy dignamente (o, al menos, eso me parecía a mí). 
No intuía yo entonces, sin embargo, que eso iba a continuar muchos años después, pues por circunstancias un tanto azarosas he acabado no solo dando clase de literatura infantil, sino también investigando sobre ella y hasta escribiendo libros para niños. Y es que a la gente le sigue sorprendiendo mucho que la literatura infantil sea una materia que se enseñe en la universidad, lo cual no deja de sorprenderme a mí, ya que alguien tiene que enseñar a los que luego van a enseñar a los niños (es decir, a los futuros maestros) que hay una serie de obras literarias que nuestra sociedad ha considerado y considera aptas y adecuada para niños y que son las que van a forjar su futuro gusto lector. Y ese alguien somos quienes enseñamos literatura infantil en la universidad, que es como poner la primera piedra en el edificio de la educación lectora, literaria e imaginaria de los hombres y las mujeres del futuro. 
Aun así, cuando digo que enseño literatura infantil, normalmente la primera reacción suele ser siempre la misma: “Ay, qué bonito”. Y a mí siempre me dan ganas de responder lo mismo: “Bonito, sí, pero también importante”. Porque lo es. Decir que es bonito es como juzgar un libro infantil por las ilustraciones, sin pensar que estas existen por una razón muy específica y que no son fruto del azar ni del capricho de editores o autores. 
Por todo ello, porque enseñamos algo bonito (que no es ni Derecho Penal, ni Cirugía, ni Contabilidad, ni Lingüística General, ni Psicología Clínica)parece que los que nos dedicamos a la literatura infantil estamos siempre bajo sospecha, como si en el fondo fuéramos almas perennemente infantiles que hubiéramos decidido dedicarnos a esto para no tener que crecer más o leer cosas más complicadas o Peter Panes académicos congelados en el país de nunca jamás de la literatura para niños y los libros con dibujos. 
Es más fácil aún creerlo en un lugar como este, un castillo que no solo parece fuera del tiempo y del espacio, sino en el que además uno está rodeado de gente que también ha hecho de la literatura infantil su oficio. Resulta por lo tanto muy cómodo y reconfortante estar en un sitio donde no hay que explicar a nadie lo que haces o a lo que te decidas, donde no hay que lidiar con la condescendencia involuntaria de quienes tildan tu oficio de “bonito”. Resulta fácil poder compartir con la persona que está en la mesa de al lado el descubrimiento repentino de un libro brasileño o canadiense o australiano que te ha hecho vibrar con su acusado lirismo y sus soberbias ilustraciones, como resulta igualmente fácil ver que esa persona acude a tu mesa para enseñarte un libro pop-up francés que le ha fascinado y que no conocía antes de venir aquí. Resulta fácil, en fin, acostumbrarse a ello como también resulta fácil habituarse a la vida relajada y de horarios laxos de las vacaciones
Pero, al mismo tiempo, en un sitio como este uno empieza a dudar realmente de que una vida como esta pueda siquiera existir, y comienza a preguntarse sobre su legitimidad. Como cuando el agua fría casi quema, estar tan metido en uno mismo y en su oficio puede hacer que todo se desdibuje y pierda sus contornos y su solidez. Uno empieza sin duda a cuestionarse si de verdad todo esto importa, si tiene sentido que haya un sitio como este o que uno pueda estar en él, o si son necesarios estos libros tan bellos y bien editados, de enorme tamaño, papel de calidad y fastuosas ilustraciones, si no estaremos perdiendo un poco de vista lo importante de la existencia dejándonos llevar por este laberinto estético y libresco. 
Y, entonces, una mañana soleada y primaveral de finales de abril, llego a trabajar al castillo de Blutenburg en bicicleta y me encuentro un cisne atravesando el estanque que hay justo al lado del edificio. Se desliza soberbiamente impasible por las aguas con un ritmo elegante y moderado, sin aparente esfuerzo, con el cuello tenso y erguido y el pico orientado hacia delante. Me paro allí mismo a contemplarlo y decido que es el momento de coger el móvil para sacar una foto, algo que llevo semanas sin hacer aquí porque de alguna manera ya me he acostumbrado a la visión de este edificio cada mañana. Hago la instantánea y sigo luego con la vista al animal que recorre toda la superficie del agua hasta llegar a la otra orilla. Nadie parece haber reparado en él, y la línea que acaba de dibujar en la superficie aparentemente quieta de las aguas se va desdibujando poco a poco, como si nunca hubiera existido, como si ese animal tan bello no hubiera pasado por allí. Luego sigo mi camino con la bici hasta el castillo y mientras me dirijo, como todas las mañanas, al mostrador de recepción de la biblioteca para apuntarme a la comida, pienso que cosas así, que parecen innecesarias y superfluas, ocurren todos los días y dejan una leve y casi imperceptible huella en el mundo. Están ahí, afortunadamente. Y nadie se pregunta por qué existen, o si son útiles, o si sirven para algo. Simplemente están, y está bien que así sea. 

viernes, 26 de abril de 2019

Today's Highlight at the IYL // Descubrimiento del día en la IYL: Bookspeak!













Today’s highlight at the Internationale Jugendbibliothek, International Youth Library: books speak

Descubrimiento del día en la IYL: los libros hablan

Salas, Laura Purdie (text)
Bisaillon, Josée (illus.)

BookSpeak! Poems about books 

Boston [et al.]: Clarion Books / Houghton Mifflin
Harcourt, 2011. – [30] p.
ISBN 978-0-547-22300-1

Book – Poetry

Books are usually there to be read. They affect their readers through their stories – but never speak out loud. In this colourful collection of poems, however, books and everything book-related finally get their say: The Index stresses its singular importance; the Book Plate poses a kind of riddle; the Cliffhanger demands »… Please, author, write / a sequel fast!«; and the book’s Middle complains about its current state trying to persuade either The Beginning or The End to trade places with it just this once – all in vain. Accompanied by Québécoise illustrator Josée Bisaillon’s versatile mixed-media illustrations created from collages, drawings, and digital montage, the quirky poems will fascinate and amuse young book aficionados and inspire them to compose their own bibliophile odes and ballads. (Age: 6+)

(White Ravens 2012) 

martes, 23 de abril de 2019

Today's Highlight at the IYL // Descubrimiento del día en la IYL: "La vie bercée"

















Today’s highlight at the Internationale Jugendbibliothek: la vie tell qu’elle est raccontée aux enfants

Descubrimiento del día en la IYL: la vida tal y como es explicada a los niños

Dorion, Hélène (text) 
Nadeau, Janice (illus.) 

La vie bercée (Life rocked to sleep) 

Montréal (Québec) : 400 Coups, 
2006. – [48] p.
ISBN 2-89540-280-9

Life cycle – Birth – Growing up – Family 


This picture book consists of a long poem about people’s lives from birth to adulthood. It mentions highs and lows, happiness and sorrow, the moment they start learning to read and to write, or the time of adolescence when they struggle for independence from their parents. »You blow out your dream-candles one by one and thus each dream comes true.« The highly symbolic illustrations (presenting the »thread of life« that also sustains the connection with one’s family; or the »anchored« parents’ house) accompany the readers’ thoughts with soft colours and fragile figures. The cover picture of the father sitting in a rocking chair and rocking the child to sleep already hints at the changing nature of life with its ups and downs, visualised later as swaying houses and rifts within the pictures. (8+)

(White Ravens 2007) 

domingo, 21 de abril de 2019

El paraíso está en el sexto piso (una tarde en la Staatoper en la era de Instagram) (Cartas desde un castillo bávaro: 4)



Para Angelikki,  
por compartir la experiencia, 
 y  para Iván, 
a quien seguro le habría encantado  

Aunque la ópera es un invento italiano, o al menos los convencionalismos históricos sitúan siempre al Orfeo de Monteverdi como la primera pieza musical que podemos considerar como tal, la verdad es que Alemania y los países germanos han conseguido convertirse en una referencia indiscutible del género después de muchos siglos de promoción y cuidado. Son muchas las ciudades alemanas o austriacas de tamaño medio que tienen teatros con temporadas líricas muy decentes y cuidadas, y además hay famosos festivales que cada año atraen a miles de melómanos llegados de todo el mundo, como Bayreuth o Salzburgo. Múnich es la tercera ciudad en población en Alemania y tiene uno de los teatros de ópera más importantes de Europa (la Staatoper), así que parece de lo más natural que un amante de la ópera como yo aproveche su estancia en la ciudad para asistir a alguna representación. 
En principio, asistir a la ópera en Múnich parece cosa fácil porque el teatro es grande, la variedad de entradas considerable respecto a precios y hay varias funciones de varias obras por semana. Luego resulta que no lo es tanto porque, como en todos los lugares donde la afición a la lírica está firmemente enraizada y no es flor de un día ni capricho de nuevos ricos, las mejores entradas y las que tienen una mejor relación calidad / precio se agotan con meses de antelación y al novato o recién llegado como yo (o al turista de paso al que se le antoja asistir a alguna representación, ya que está por aquí) solo le queda la pedrea para elegir, que normalmente se compone de tres tipos de entradas: de pie (Stehplatz), de pie con banquito (Stehplatz mit bank) y sentado sin visibilidad (Hörer-/Partiturerplatz). Todas ellas, por supuesto, en lo que antaño se llamaba paraíso y hoy se conoce más bien como gallinero. La segunda de estas posibilidades hace total honor a tal nombre, porque es un asiento en alto y sin respaldo, así que uno tiene la impresión de estar en la barra de un bar de tapas o de ser una gallina a punto de dormir. La primera, como es fácil deducir, es una entrada de pie pero que cuenta con la ventaja de tener buena visibilidad sobre el escenario y una barandilla para apoyarse, y la tercera está en la fila trasera de asientos, desde donde solo se ven las espaldas y traseros de los que están de pie pero que cuenta con luces auxiliares para que quien allí se siente pueda seguir la ópera con la partitura. 
La absoluta e increíble ventaja de todo este tipo de asientos es que cuestan entre 9 y 14 euros nada más, así que uno piensa que total, para quedarse en casa un miércoles por la tarde sin hacer nada especial, qué mejor plan que ir a la ópera por tan módica cantidad de dinero, aunque sea de pie. Sabiendo además que, si uno se cansa, se puede sentar en los asientos de atrás y seguir escuchando (aunque no viendo) la ópera en directo. Eso fue lo que pensé yo la semana pasada, y también lo que pensó Angelika, una profesora de la Universidad de Atenas que también está de estancia en la biblioteca y que ocupa la mesa de al lado en la sala de lectura. Así que fuimos juntos. 


Asistir a la ópera en un teatro como el Múnich tiene algo de ceremonia del pasado. Uno se ha acostumbrado a ir a la ópera en modernos edificios construidos antes de ayer y por eso en un lugar así todo le parece excepcional, desde la fachada con el frontón y la escalinata hasta el telón de terciopelo rojo y ribetes dorados. En el interior, impecables valetsvestidos con levitas negras con una placa en la solapa donde figuran las lenguas en las que pueden atenderte permanecen erguidos y atentos, como faros vivientes, mientras la marea de asistentes va entrando por las puertas y distribuyéndose por los distintos pisos del teatro en un proceso de selección natural por el cual quien paga más es quien sube menos escaleras. Y en esa marea no exista un código de indumentaria uniforme o predominante. Mujeres con trajes de noche largos y escotados y bolsos de manos se cruzan con otras ataviadas con esa clase de elegancia típicamente alemana, en la que el atildamiento está solo a un paso de la practicidad y cualquier atuendo parece pensado para salir caminando por el monte después de agarrar un bastón. Hombres con trajes de tres piezas conviven con jóvenes en zapatillas de deporte y americanas o incluso desaliñados estudiantes de música que, partitura en mano, parecen demostrar con su indumentaria que ellos están ahí para escuchar música y no para lucir palmito. 
En el sexto y último piso, que era donde estaba mi sitio, esta promiscuidad indumentaria era aún más marcada, si cabe. Reducidos grupos de japoneses convivía con melómanos locales o estudiantes de música que acudían dotados del libreto. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, alemanes y extranjeros, de todo parecía haber en el paraíso. Hasta un hombre muy menudo que había dejado su andador fuera de la sala y que iba acompañado por una versión de sí mismo varios centímetros más alta y de muchos años menos que seguramente sería su hijo. Antes de que empezara la representación, la gente aprovechaba para hacerse fotos o tomar instantáneas de la sala desde arriba. Luego, según iba acercándose la hora del comienzo, la gente iba ocupando sus localidades y nosotros ocupamos nuestras entradas de pie un poco laterales, pero desde las que se veía el escenario completo. 
Una vez en nuestro sitio, quedamos enmarcados por dos parejas que no podían ser más distintas entre sí. 
A nuestra izquierda, dos ancianos alemanes de estatura media y cabellos blancos. Ella, con una llamativa media melena completamente blanca pero muy cuidada y unas coquetas gafas de concha negra redondas, con el aire de una profesora de música o arte jubilada. Él era poco más alto que ella y tenía escasos cabellos también totalmente blancos, grandes gafas con montura metálica y la expresión un tanto exhausta y resignada de quien lleva a sus espaldas considerables dosis de esfuerzo físico en la vida. 
A nuestra derecha, una pareja extranjera mucho más joven, pero de edad desigual, que hablaban entre sí en inglés con un acento que no supe identificar. Él tendría unos cuarenta y cinco o cincuenta años y ella unos diez o quince menos, y ambos iban deliberadamente arreglados. Él llevaba vaqueros, camisa blanca y americana negra, el pelo cuidadosamente afeitado y unas gafas de montura al aire. Ella, alta y delgada, de ojos y pelo oscuro y figura estilizada, un ajustado jersey de cuello alto negro, una falda larga marrón de corte acampanado y unos botines de piel vuelta negra y tacón alto. 
Empezó la representación y, a nuestra derecha, la chica joven sacó sin cortarse un pelo el móvil y se puso a hacer vídeos y fotos con él casi desde el principio, sin pararse a pensar en ningún momento (bueno, quizás sí, pero imagino que le daría exactamente igual) si con ello molestaba al resto de los espectadores que estaban a su lado. Mientras tanto, su acompañante, visiblemente incómodo allí de pie y allí arriba y mucho menos (o menos todavía) atento a lo que ocurría en el escenario, se movía continuamente y parecía mucho más interesado en los encantos de su joven acompañante que en las cuitas y desvelos de la pobre Cio-Cio-San seis pisos más abajo, a juzgar por cómo pasaba continuamente los brazos por la cintura de la chica, haciendo con ello un crujido tremendamente molesto. A nuestra izquierda, en cambio, el señor alemán que estaba a mi lado permanecía totalmente quieto y al parecer ensimismado con lo que sucedía más abajo, como si no hubiera nada más, como si no existiese nada más en el mundo, ni siquiera el cansancio de la postura, o la gente que estaba a su alrededor. Desvanecido, vaciado y vuelto a llenar por la música de Puccini y el drama que iba construyéndose poco a poco en el escenario durante la primera parte y en el que ya se encuentra latente la tragedia que vendrá después. 
Llegó el descanso, que nosotros aprovechamos para sentarnos porque habíamos estado de pie (al igual que los que habían estado sentados aprovecharon justo para lo contrario) y, cuando volvimos a nuestros sitios, el señor alemán nos preguntó si nos había gustado y, a continuación, nos explicó que el año pasado esa misma soprano, Ermonela Jaho, había cantado el Trittico  de Puccini y que él había hecho cola durante toda la noche para poder sacar las entradas. Nos lo decía con una mirada dulce y entusiasta, pero un poco apagada, y sin asomo de pedantería ni de afectación, y no sé por qué a mí me pareció tremendamente enternecedor que un hombre tan mayor no solo estuviera dispuesto a seguir durante dos horas y media de pie una ópera, sino que fuera capaz de hacer cola durante toda la noche para conseguir entradas. 


 Comenzó la segunda parte de la ópera, y nos preparamos para ver a Cio-Cio-San muerta de amor y casi muerta de hambre, para verla comprender que su marido ya no es su marido, para verla renunciar a su hijo y al final renunciar a la vida. Estábamos preparados para todo eso, pero no para lo que ocurrió a nuestra derecha. Porque, para cuando llegó el momento culminante de la renuncia final, la pareja de mi izquierda no solo seguía con los arrumacos y los sobeteos continuos. No solo seguía él moviéndose todo el tiempo hacia delante y hacia atrás y ella grabando vídeos en los momentos de mayor intensidad. No. Además de todo eso, se quitaron directa y nada discretamente los zapatos, como si estuvieran en el salón de su casa viendo una serie de Netflix. Yo no podía creer lo que estaba sucediendo. Pero entonces, a mi izquierda, ocurrió algo inesperado y totalmente redentor. Por el rabillo del ojo vi cómo el señor alemán que había hablado con nosotros se quitaba en un discreto y contenido gesto sus gafas y se pasaba los dedos por los ojos al tiempo que su cabeza se agitaba ligeramente un movimiento un poco espasmódico pero inconfundible. Un solo gesto, sobrio y leve, casi furtivo, que demostraba que en ese momento aquel hombre mayor no estaba allí con nosotros, sino seis pisos más abajo, con Cio-Cio-San, sufriendo con ella, muriendo con ella.