martes, 10 de diciembre de 2019

Joyas encontradas: Ungerer + Vian




Pour Gilles, bien sûr 

Como otras personas que viven volcadas en los libros, tengo un especial imán para encontrar las librerías de viejo en las ciudades que visito. O, tal vez, las librerías de viejo tienen un especial imán para encontrarme a mí, que también puede ser. El caso es que esto es algo que me pasa con relativa frecuencia.  Voy caminando por las calles de cualquier ciudad francesa o italiana o alemana o norteamericana, sin intenciones librescas en mente y sin rumbo fijo, y aparece en mi camino una librería de viejo bien equipada y generalmente acogedora, en la que me zambullo sin pensar y sin reflexión alguna durante un rato, sobre todo si voy solo. Curioseo entre las estanterías, miro y remiro (porque además en las librerías de viejo uno sabe que se puede encontrar cualquier sorpresa escondida en las estanterías, al contrario de lo que sucede en las librerías normales, donde uno ya va a tiro fijo y sabe más o menos lo que se puede comprar) y al final siempre me ocurre lo mismo: mi entusiasmo inicial por llevarme una buena docena de libros queda rebajado por un sentido práctico que se alimenta de dos de los grandes males de la vida moderna para los lectores impenitentes y que me lleva a ir soltando lastre por la librería con la cabeza gacha y el alma serenada. El primero de ellos tiene que ver con el tiempo y el espacio, y me induce a preguntarme: ¿de verdad vas a sacar tiempo para leerte Belle du seigneur (nota informativa: tiene más de mil páginas) en francés alguna vez, por mucho que cueste dos euros? O: ¿de verdad quieres acumular en tu casa – de reducido tamaño, dicho sea de paso – un libro que no vas a leerte y que no vas a poder dar o prestar a casi nadie? Y el segundo de ellos tiene que ver con las inflexibles reglas de las compañías de bajo coste en las que solemos viajar cada vez más para movernos por Europa, que me inducen siempre a preguntarme: ¿todos estos libros podrán caber en tu maleta de pequeñas dimensiones sin superar el peso permitido por las normas de la compañía aérea? Así que al final la docena se convierte en media docena, y la media docena en tres, y los tres quizás en dos. Y la verdad es que a uno le dura la duda de si debería habérselos llevado poco más de un par de horas, pues, cuando vuelve a casa y el taco de libros se acumula sobre el escritorio, uno ya no se acuerda de lo que dejó sin comprar y sí de lo que ha comprado y ha quedado sin leer. La vida libresca es así. 



Hace unas semanas me pasó algo similar en Burdeos, caminando por el centro de la ciudad un domingo por la tarde (bueno, más bien de l’après-midi, esa palabra sin equivalencia en español, por cierto). Aunque amenazaba lluvia, las calles estaban llenas de gente que quizás aprovechaba ya para hacer las compras de Navidad, no demasiado lejanas ya, en las tiendas del centre ville. La verdad es que en este sentido el lugar no tiene demasiado interés, porque se podían encontrar muchas de las franquicias de ropa que abundan en otras ciudades europeas. Allí había Benetton, Mango, Zara, Celio, Levi’s, Berska, Springfield, GAP o Cos, junto con algunas marcas y tiendas genuinamente francesas. La globalización del consumo en estado puro: otro mal (¿o es un bien?) de la vida moderna. 



Pero me encontré con una sorpresa. Iba buscando alguna postal distinta o un imán de nevera un poco diferente para llevar como detalle, y me fijé en que había en una calle lateral y un poco menos transitada un expositor con ambas cosas a la vista. Me acerqué hasta allí y cuál no sería mi sorpresa al ver que la tienda en cuestión no vendía solamente ese tipo de recuerdos, sino que más que nada era una librería de viejo con anaqueles de libros que ocupaban las paredes de arriba abajo. Y cuál sería mi sorpresa otra vez al ver que había una sección de libros infantiles y álbumes ilustrados prácticamente nuevos en una pila, a la que el encargado, un señor cuyo ralo pelo gris componía una triste aureola sobre su cabeza y cuya dentadura desportillada me recordó al teclado de un piano antiguo después de un bombardeo, me animó a sumergirse. Así fue como di con esta absoluta joya que desconocía hasta ahora: un alfabeto escrito por Boris Vian e ilustrado por Tomi Ungerer. Casi nada. Dos grandes luminarias de las letras y de la ilustración unidos en un solo volumen, que además incluye un CD con las canciones compuestas a partir de los textos por Lucienne Vernay. Una absoluta delicia que, de repente, iluminó una tarde lluviosa y algo sombría en Burdeos, y que, como cabía en la maleta perfectamente junto con los otros dos que compré y además estaba a mitad de precio, me llevé sin pensar. Además, ¿quién se puede resistir a llevarse a casa un Abecedario musical para el uso de niños y de personajes que llaman por teléfono, que es como lo titula Vian, y que juega todo el tiempo con la repetición de vocales, como una suerte de Doctor Seuss cruzado con OULIPO, y que además está ilustrado por Ungerer a la manera de los miniaturistas medievales? Yo no, desde luego. 



          Sin embargo, no fue eso lo primero que pensé al encontrar este libro. Lo primero que me pregunté fue más bien: ¿cómo es posible que desconociera la existencia de tal joya? Pero la vida libresca es también así: cuando uno cree saberlo (casi) todo, siempre aparece algún libro o autor que se supone que debería conocer para demostrarle que no es así. Y es entonces cuando se repliega sobre sí mismo y sobre el libro con la cabeza gacha y el alma esta vez inquieta, sabiendo que jamás lo leerá todo, ni lo conocerá todo, ni tendrá tiempo para leer todo lo que quiere leer. La vida libresca es así, por supuesto, pero la vida-vida también: sabemos que nunca podremos conocer todos los lugares del mundo, ni amar a todas las personas del mundo, ni probar todos los sabores del mundo. Al fin y al cabo, leer no es tan diferente de ser o de estar, o de hacer. Y la literatura siempre, siempre es vida. 

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