Carbonell, Paula (texto) y Pourchet,
Marjorie (ilustración), Un día en el mar,
Fraga, La Fragatina, 2014.
Siempre es una buena noticia ver que un autor de trayectoria más o menos consolidada es capaz de dar un salto y ofrecer una obra distinta a las anteriores, como ocurre con Paula Carbonell y su nuevo álbum, Un día en el mar. Si bien sus dos primeras obras, El viaje de las mariposas y Buscando el norte, acusaban una clara
influencia de la literatura popular que más adelante se confirmaría y quizás
llegara al culmen de su poética en su versión propia del Gallito Pelón, reconocido recientemente en la lista White Ravens
como uno de los álbumes más bellos publicados en 2013, su tercer libro, Un perro y un gato, que tuvimos la
ocasión de reseñar en Babar hace unos años, iniciaba una vía distinta, mucho
menos dependiente del cuento popular y de la influencia de la literatura
tradicional, más desnuda, y con más confianza en los recursos de la propia
narración sin necesidad de recurrir a las figuras de repetición. Un tipo de
discurso que podríamos calificar de minimalista en la medida en que se despojaba
de casi todo lo que no era estrictamente necesario para el desarrollo de la
narración, lo cual, en las obras para primeros lectores, que por definición
constan de poco texto y mucha ilustración, significa hablar de un
adelgazamiento total.
Sin embargo, en este nuevo
libro, Un día en el mar, la autora da
un giro de otro tipo, hacia un decidido lirismo. Es posible que se escribiera
antes de Un perro y un gato, pues
podría considerarse un texto de transición en el que no se renuncia a ciertos
recursos propios de la poesía y la narrativa popular que han pasado al álbum
con naturalidad (las estructuras repetitivas, por ejemplo) pero no se basa
completamente en ellos el avance de la narración, en todo caso mucho menos
clara aquí y más evanescente, como sí pasaba en los dos primeros álbumes. Por
eso se podría ver aquí un primer paso hacia la desnudez conseguida en Un perro y un gato, este sí un libro que
no acusa huella alguna de la literatura popular.
Es cierto que en Un día en el mar se usan las estructuras
basadas en la repetición anafórica de palabras clave en las secuencias de la
parte central de la narración, que además figuran en negrita y de mayor tamaño
(“SOS”; “Un, dos, tres…”), pero no constituyen el esqueleto de la narración; aquí
hay una estructura bien construida pero mucho más difusa y sutil. Esto es así
sin duda porque Un día en el mar es
una muestra de lo que María del Rosario Neira Piñeiro ha llamado álbum lírico o álbum de poesía
lírica, entendido como “un libro en el que se combinan imágenes impresas
secuenciadas con un texto literario en verso perteneciente al género lírico, de
tal modo que ambos elementos expresivos (verbal y visual) forman una unidad
estética y confluyen en la construcción de sentido, dando como resultado una
obra hecha de palabras e imágenes donde prima lo descriptivo, lo lúdico, la
expresión de sentimientos y emociones o la representación de una visión
subjetiva del mundo”. Según Neira, este tipo de texto puede dividirse en dos:
libro de poemas, antología de poemas y otras tipologías semejantes, por un
lado; y álbum poema, por otro lado. Este libro pertenece claramente a la
segunda categoría, que se caracteriza, siempre según Neira, por los siguientes
rasgos: por una parta, está constituido por un único texto literario unido a una
serie de imágenes secuenciadas; por otra, las imágenes poseen una clara
organización secuencial, que se construye tanto según estructuras como siguiendo
la evolución de los estados de ánimo, las emociones y los pensamientos del yo
poético, pero que sobre todo lo hace a través de un claro componente narrativo
que facilita la secuenciación de las ilustraciones.
Todo ello se da en Un día en el mar,
que contiene una historia más evocativa que narrativa (de ahí su lirismo), y en
el que se observa un uso un tanto complejo y problemático de la perspectiva
narrativa, porque es un libro narrado
(si este término es correcto) desde el punto de vista de la madre protagonista,
pero que se podría considerar un narrador en primera persona falso testigo,
pues por lógica no podría contemplar la aventura de
su hija en el mar, y sin embargo no se produce un cambio de narrador durante la
peripecia. Por eso podemos casi considerar a este yo más lírico que narrativo,
porque es más evocativo que puramente narrativo, y porque la propia
organización de la trama insinúa y la combinación entre texto e ilustración que
es más un yo evocador (y, por tanto, lírico) que testigo o narrador.
En la primera secuencia está la madre leyendo en la playa mientras María,
su hija y protagonista de la historia, encuentra “Un frasco de cristal / con un
mensaje / por descifrar”; a partir de ahí María empieza a nadar (o a volar, por
usar la metáfora que se utiliza en el texto) y vive una aventura que la lleva a
conocer una sirena (“No es una sardina, / es una sirena / en una pecera / con
un escritorio / y muchas botellas”) al que un pescador hizo prisionera y
agasajó con perfumes y perlas, y a la que María ayuda a escapar, aunque rechaza
su ofrecimiento de quedarse con las perlas, sin duda símbolo negativo de
encarcelamiento y falta de libertad, como gotas de agua muerta. En ese momento,
la acción se corta bruscamente y volvemos a encontrar a la madre en escena, que
vuelve a recuperar el punto de vista perdido en aras de María y la sirena (“Me
gusta mirarla / mientras ella vuela”, dice de su hija). Y aquí es donde se
revela el carácter tal vez metafórico y más amplio del verbo, porque volar es
nadar, pero volar tal vez sea también jugar, dejar volar la imaginación y ver a
María liberando a una sirena, antes de que el día acabe (“La tarde se esfuma
(…) / El presente se esconde (…) / La playa vacía”) y con él la libertad de
disfrutar solas del mar y de la ensoñación. Así, en este álbum hay una
calculada ambigüedad en la resolución de la historia, porque ¿es todo fruto de
la imaginación de la madre o es algo que de verdad le pasa a la protagonista?
Da igual. Sería, por tanto, este álbum una manifestación del concepto de
literatura fantástica de Todorov, basado en la ambigüedad y la doble
interpretación, y a que no son ajenos clásicos de la literatura infantil como Alicia en el país de las maravillas o El mago de Oz.
Un texto tan altamente poético, atmosférico y evanescente como este
exigía sin duda unas ilustraciones que plasmaran bien toda esta ambigüedad y el
carácter evocativo de la narración. Y hay que decir que la elección de Marjorie Pourchet no ha podido ser más acertada. Si una obra literaria ilustrada ha alcanzado
el éxito cuando nos cuesta imaginarla con otro tipo de ilustraciones, en este
caso la ilustradora ha conseguido ese fin. Pourchet lo consigue, sobre todo, a
través de un buen manejo tanto de la línea como del color. La primera le
permite crear formas dinámicas que, por ejemplo, en la figura de la
niña protagonista logran plasmar el movimiento y la ligereza del vuelo del que
el propio texto habla, sobre todo en imágenes tan poderosas como aquella en la
que María va en la cresta de la ola, amén de recrear con exactitud detallista (y
un tanto surrealista) los objetos que atesora la sirena prisionera en la
pecera, que se recortan ante nuestra mirada con suma claridad. El color, por su
parte, se convierte sin duda en el gran recurso del álbum. La elección de
colores poco saturados, muy difuminados, se alía a la perfección con una
textura acuosa en todas las secuencias que casa muy bien con la atmósfera marina
en que se desarrolla la historia. Además, hay una cuidadísima elección de los
colores, que gira en torno a la combinación de dos colores principales: el rojo
coral y el verde agua. El verde es el color marco de todas las ilustraciones,
el que predomina en la plasmación del escenario playero, del agua, de la madre,
de la madre. El rojo, en cambio, es el color del bañador de la protagonista, de
su toalla, de varios de los objetos de la sirena y, sobre todo, de los corales que
vemos combinados con nubes las guardas, los cuales funcionarán como leit motif visual de las secuencias, ya
que se pueden ver en casi cada una de ella. El rojo se convierte así en el
símbolo visual de la novedad y de lo inesperado, que es el verdadero tema de
este álbum: cómo puede surgir lo inesperado (es decir, lo rojo) en medio de la
normalidad (el verde). Al final, y no por casualidad, el cielo nublado, que en
la primera secuencia y en las siguientes siempre ha sido verde, ahora tiene
tonos también rojizos: es como si la magia que ha vivido María contagiase el
lugar donde ha vivido su aventura, en una plasmación del mismo que remite a la
proyección romántica subjetiva en el paisaje. En ese final, María, envuelta en
su toalla roja (es decir, investida por la novedad y lo imaginario) mira hacia
la boya amarilla donde encontró a la sirena, cuando ya está a punto de
desaparecer por la parte derecha de la página, en un gesto de felicidad, de
satisfacción, pero también de levísima nostalgia, mientras desde arriba su
madre, que pone su mano en la cabeza de la niña, la mira con una expresión muy
parecida, aunque llena de ternura. Ambas están a punto de dejar ese día mágico y
volver, quizás, a la normalidad, como el lector está a punto de cerrar este libro
mágico y dejar dentro “la playa vacía”, a la madre e hija, a la sirena, aunque
bañado por la ola de belleza y emoción que todo buen álbum, como completa
experiencia estética que es, le regala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario