Mistral, Gabriela, Caperucita Roja, Santiago de Chile,
Amanuta, 2012 (ilustraciones de Paloma Valdivia).
Hace un par de años, la editorial
chilena Amanuta recuperó las versiones en verso de cuentos tradicionales escritas
en la década de 1920 del siglo pasado por Gabriela Mistral (Caperurita Roja, La Bella Durmiente, Blanca Nieve en la casa de los enanos y La Cenicienta) y las publicó con nuevas ilustraciones y en forma de
álbumes. Esta iniciativa, que ha recibido, entre otros
galardones, una Mención de Honor en la última Feria de Bolonia, merece sin duda
un aplauso, no solo porque nos permite leer en formato actualizado estos textos
tal vez no demasiado conocidos ni difundidos de la escritora chilena, sino
también porque su lectura reviste interés por varias razones.
En el caso de esta Caperucita Roja, la recuperación está
más que justificada por su propia originalidad dentro del canon infantil, ya
que se trata una versión en versos alejandrinos (un verso en principio profundamente
anti-infantil, en el que se nota la huella del modernismo) que no parte de la
más difundida y amable de los hermanos Grimm, sino de la de Perrault, en la que
la niña es devorada y no hay un deus ex machina en forma de leñador que arregle
lo que en la vida real sería irreparable. Además, también destaca por la
riqueza y originalidad de la propia lengua, con epítetos de resonancias épicas y
acertadas comparaciones (“Caperucita Roja, la de los rizos rubios / tiene el
corazoncito tierno como un panal”), de los que da cumplida cuenta Manuel Peña
Muñoz en el breve pero jugoso comentario crítico que aparece al final del
volumen, otro acierto de la publicación. Por ello, no vamos a detenernos mucho
en los aspectos literarios y textuales, y sí en la manera en que este texto de
Mistral es presentado ahora al lector, con un formato específico y unas
ilustraciones de orientación estética particular.
A primera vista, esta Caperucita Roja parece un ejemplo de álbum-poemario,
o, en este caso, álbum-poema. El formato es el propio de un álbum ilustrado, y
hay muchos rasgos que hacen pensar que pertenece a dicho género, como el tamaño
o la secuenciación, que aquí tiene como ayuda el propio poema original, ya
dividido en series de cuatro versos (¿reminiscencia de la cuaderna vía?). Cada
una de estas agrupaciones de cuatro versos se organizan de una manera muy
habitual en los álbumes, con el texto en la página par y la ilustración en la impar,
si bien debajo del texto siempre hay una imagen más pequeña de un animal que
concuerda por el color con la principal y completa el conjunto. También las
guardas dan pistas sobre el contenido, porque en las dos vemos la misma
ilustración (un pájaro con una mancha roja en el pecho posado sobre una casa),
si bien en la de cierre hay a sus pies un pequeño panteón que remite al
desenlace del relato. Por último, la cubierta y la contracubierta suponen
también un adelanto sintético del libro. El conflicto principal, el
enfrentamiento entre el lobo y la niña, se plasma en la cubierta con las dos
figuras enfrentadas de perfil, en una composición que primará a lo largo del
álbum. Y la contracubierta, donde vemos a Caperucita sin cara, ni manos ni
piernas, reducida a su ropa y calzado pero aún de pie, como un fantasma,
redunda en el final.
Sin embargo, el libro no
acaba de ser un álbum propiamente dicho debido a que el texto funciona (y, de
hecho, ha funcionado anteriormente) de manera independiente, sin las
ilustraciones, y estas solo amplifican el contenido del texto. Es decir, no
ocurre como en los álbumes canónicos, en los que al texto le hace falta la
ilustración para cobrar sentido, y el significado del álbum se construye entre
los dos. Aquí la ilustración añade, redondea, pero no resulta imprescindible,
más que nada porque este libro no nació como álbum y su conversión en obra
ilustrada es posterior, con lo que ello conlleva. Pero es indudable que aporta
algo, ya que ningún texto ilustrado queda inmune a la influencia de la
ilustración, sobre todo si esta se caracteriza por rasgos tan definitorios y
personales como las que Paloma Valdivia ha realizado para esta edición.
Por encima de todo destaca
una ausencia total de realismo en la representación de las figuras, que queda
de manifiesto por una acusada estilización de las formas con las que se
destacan los aspectos más importantes de los dos personajes. Así, Caperucita
siempre es representada de perfil, para que se vea bien su rasgo más
definitorio, que es la propia caperuza roja que lleva, y también el lobo, pero
ambos con el ojo de frente, un recurso típico del arte primitivista, eficaz
porque muestra lo más significativo de cada cual. Sin embargo, el lobo no tiene
un solo ojo como la niña, sino dos, quizás para hacer hincapié en su astucia y
en el hecho de que es él quien domina la situación. Ambas figuras, además,
muestran una evidente desproporción. En la niña la cabeza es mucho más grande
que el cuerpo, por ejemplo, y en el lobo también, aunque aquí llama más la
atención el alargamiento y estrechamiento del cuerpo, que no parece ser casual,
porque con él se parece mucho a una serpiente. Con sinuosidad aparece el lobo
en la mayoría de las ilustraciones. Ya lo hace en la cubierta, donde vemos a
caperucita de perfil, a la izquierda, enfrentada al lobo, también de perfil, a
la derecha, cuyo cuerpo aparece enrollado en un árbol. En otro pasaje (“El Lobo
fabuloso de blanqueados dientes…”) vemos tan solo el lomo y la cola del lobo,
curvados entre los árboles, porque su cabeza está ya dentro de la casa de la
abuela. Y, al final, el lobo se enrosca alrededor de la ropa de Caperucita, que
es lo único que queda de ella, lamiéndose la boca y con evidente cara de
tranquilidad y paz. Claramente esta opción de asimilar al lobo con una
serpiente aprovecha las connotaciones simbólicas de malignidad y alevosía de
este animal, fuertemente arraigadas en nuestro imaginario cristiano, hasta el
punto de que la imagen de la cubierta, que reproduce la de la segunda
secuencia, tiene reminiscencias de la historia bíblica de la historia de Eva y
la serpiente. No en vano al lobo se le llama “la bestia”, y se dice que tiene
“de ojos diabólicos”. Esta opción parece además partir de las resonancias
épicas del texto, con los epítetos de los que ya hemos hablado, para articular
gran parte de las ilustraciones como una lucha entre el bien y el mal.
La estilización también
afecta al uso del color, que es saturado y generalmente plano, al uso de la
perspectiva y a los fondos simplificados, que no despistan la atención de las
figuras principales. Además, la ilustración juega muy bien con la elipsis, y
también con los planos. Por ejemplo, cuando vemos al lobo (o sus cuartos
traseros) en la casa y a Caperucita en la ventana; cuando, en el momento de ser
devorada, hay un evidente primer plano, con lo que se ve la boca del lobo abriéndose
y abarcando a la niña, o cuando Caperucita pregunta por el tamaño de las
orejas, y se la representa encima de la cabeza del lobo, magnificada esta,
disminuida la niña. Tras la última secuencia del texto, una doble página
representa los troncos de los árboles del bosque y un pájaro, que ya ha
aparecido en las guardas y en la portada, volando indiferente ante ellos. Una
manera elíptica también de mostrar la indiferencia del bosque y de los
animales, de la naturaleza, en suma, ante el terrible acontecimiento que ha
sucedido en su seno.
Es Caperucita Roja es, por tanto, un ejemplo claro de cómo la buena ilustración
no es un elemento meramente decorativo y puede cambiar el libro como productor
resultante. O, dicho de otra manera, de que la ilustración suma y no resta, y
que siempre añade algo como mensaje visual complementario de un texto escrito. Asimismo, estas ilustraciones
de Paloma Valdivia muestran que a veces no es necesario adaptarse a la estética
del texto ni a los rasgos artísticos del momento en que fue creado para que el
conjunto formado por las palabras y las imágenes funcione perfectamente. Por
usar – de nuevo – un símil musical, esta Caperucita
sería como esos montajes de óperas escritas hace varios siglos a los que un
director escénico con veleidades vanguardistas dota de una estética o una
localización más moderna y pretendidamente rompedora para renovarlas y
acercarlas al público contemporáneo. En esos casos, la partitura es la misma,
pero el montaje no. A veces la opción fracasa, porque la actualización se
antoja gratuita y caprichosa. Pero, cuando funciona y el camino elegido está
justificado, siempre resulta iluminadora. Como en el caso de esta Caperucita Roja.
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