domingo, 5 de mayo de 2019

Mi alma por unos "lederhosen" y cosas fuera y dentro de lugar (Cartas desde un castillo bávaro: y 6)



Nuestra mirada se ajusta a los lugares como nuestro cuerpo a un sillón antiguo que hemos usado durante muchos años para leer la prensa o dejarnos caer después de un día aciago en que la rutina amenaza de muerte y solo apetece entregarse al abrazo de un cuerpo que no habla, que acaso solo emite un débil y herrumbroso quejido al recibirnos. Es curioso comprobar cómo nuestras pupilas van descartando poco a poco todas las novedades, cómo estas dejan de ser tales y pasan a formar parte del humus visual cotidiano, de esa capa constante de visiones que siempre tenemos delante y que damos por hecha sin reflexionar demasiado sobre ella, como si siempre hubiera estado ahí, como si fuera natural cuando no lo es. El proceso es silencioso y misterioso, y se parece mucho al de hablar o comprender un idioma que al principio nos resulta desconocido y hasta hostil por su ininteligibilidad. Hay un día en que ya no se traduce mentalmente a la lengua materna lo que oímos en la otra, en que lo que decimos en este nuevo idioma prestado brota automáticamente de nosotros sin que lo pensemos o elaboremos antes. En ese momento la lengua extranjera ya ha encontrado su refugio en algún nicho de nuestra mente, que es donde empiezan a resonar todas sus emisiones. Lo más sorprendente es que ese procese sucede a nuestro pesar y que no lo elegimos del todo, ni tiene que ver con nuestras decisiones. Supongo que tiene que ver con eso que dicen ahora de tener una actitud abierta e integrarse, etc. Pero yo creo que todo eso es simplificar las cosas y que el proceso es mucho más complejo y difícil de cuantificar en realidad. Una mente abierta no significa que dentro entren cosas. Uno puede dejar la puerta abierta y que nadie entre, y uno puede tenerla cerrada y que alguien la derribe a golpes. Nada es tan simple. Y, al final, nadie puede saber cuándo algo hace clicy penetra en nuestra mente para quedarse. 
Todo esto viene al caso porque hay algo en Múnich y en Baviera que llama mucho la atención a los visitantes, incluso cuando se sabe de antemano porque se ha visitado con anterioridad regiones aleñadas de Alemania, Austria, Suiza o Italia donde sucede lo mismo. En cuanto llega el fin de semana o los días festivos empieza a verse por toda la ciudad a los muniqueses vestidos con el traje típico de la región. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores, niños y niñas, todo tipo de personas se pone ese atuendo que desde los países del sur asociamos a lo típicamente germano y se pasea por la ciudad luciéndolo con la naturalidad y el callado desparpajo de quien ha hecho de ello una actividad cotidiana y no un acontecimiento ungido por el brillo de la novedad y lo excepcional. Uno los encuentra por todas partes. En la parada del S-Bahn, a punto de coger el tren para ir al centro; en las calles cercanas a Marienplatz y Odeonplatz, epicentro de la ciudad; en los bares y biergärten; paseando por los parques y hasta comprando en el supermercado. 




Se trata, además, de un traje regional que quizás no sea la versión fetén y más elaborada, sino una especie de puesta a punto para el día a día de la indumentaria tradicional, porque parece asombrosamente cómodo y (por usar una palabra del léxico familiar materno) ponible. Ellos llevan los conocidos lederhosen cortos o a media pierna con camisas de cuadros y chaquetas de lana o chalecos, según sea la temperatura, y ellas, coloridos trajes hechos con telas ligeras y con faldas de vuelo a media pierna. Además, son muchos los jóvenes que llevan el traje con zapatillas de deportes, por lo que pierde una solemnidad que tal vez nunca ha tenido o que quizás ha perdido por esa misma adaptación al día a día. Por ello no cuesta nada imaginar estos trajes colgados en el mismo armario y de la misma barra que los vaqueros y las camisetas y las chaquetas de uso diario, mientras que es casi imposible concebir eso mismo con un traje de fallera, que parece que al volver a casa y quitárselo va a ser colocado en un maniquí y guardado dentro de una vitrina o un armario especialmente concebido para la ocasión. Si a ello le añadimos que en muchas ocasiones los que llevan el traje van bebiendo descuidadamente una cerveza por la calle, como si esa bebida fuera el complemento ideal que remata toda la indumentaria, esta sensación de informalidad es aún mayor. 
A veces se ven también grupos de jóvenes estadounidenses u otras nacionalidades (aunque son estos los que predominan) que han decidido unirse a los muniqueses y tal vez compensar con ello que no han podido visitar la ciudad durante la archiconocida y archi-popular Oktoberfest vistiéndose como ellos – When in Munich... , pensarán – y paseándose por la ciudad cerveza en mano. Pero se reconocen y se localizan enseguida, no tanto por el físico o la lengua, sino por cierta actitud exhibicionista que casa mal con el traje y que los delata. No lo llevan como si anduvieran por casa con él, sino como quien alquila un esmoquinpara ir a un baile de graduación. Nada que ver. Y también por cierta manera ostentosa y poco natural de beber, como si quisieran decirnos que aquí pueden beber en la calle, y que no pasa nada, pues nadie va a llamarles la atención por ello. 




Al ver a estos bávaros vestidos de bávaros por las calles de Múnich los fines de semana no puedo evitar preguntarme cuál sería el equivalente de esta costumbre en España. ¿Mujeres vestidas de gitanas para ir a pasear por las calles de Sevilla un domingo cualquier por la mañana? ¿Hombres con barretina tomándose el vermú del sábado? ¿Falleras compartiendo en una terraza un viernes por la noche unas patatas bravas? ¿O aldeanas llaniscas dispuestas a meterse entre pecho y espalda un cachopo acompañado de unos culinesde sidra? Pero luego pienso enseguida que algo así entre nosotros sería casi inviable y muy poco imaginable, a no ser que sometiéramos a los trajes típicos a una especie de reconversión que los transformara en una indumentaria tan cómoda como la bávara y que hace que en esta la frontera entre el vestido normal y el traje regional sea mucho más difusa y más permeable. Como la propia ciudad, en la que naturaleza y cultura conviven en una amalgama fascinante para el extranjero y quizás totalmente normal para el nativo, aquí lo cotidiano y lo excepcional, el pasado y el presente, la tradición y la modernidad, parecen caminar de la mano encarnadas en un traje regional que parece salido de una postal. Tan tópico como real. 




Y al ver a estos bávaros vestidos de bávaros en el tren, en las calles aledañas a Marienplatz, en los parques, en los bares, en los supermercados y en los biergarten, compruebo que después de un mes ya siento asombro ante esa visión y que ya me lo tomo como algo normal y totalmente asumido. Es decir, mi visión se ha acostumbrado a ello, como mis oídos al canto de los pájaros por la mañana al salir de casa para ir a la biblioteca o al rumor de los árboles agitados por el viento. Ya no lo veo como algo llamativo o extraño. Me percato de ello un día en que voy leyendo en el tren, de vuelta a casa después de pasar la tarde por el centro de la ciudad. En una de las paradas se sube al vagón un chico joven vestido con los tradicionales lederhoseny se sienta justo delante de mí. Aunque reparo en su presencia, yo sigo leyendo tranquilamente sin prestarle atención. Solo cuando se acerca ya estación en la que yo he de bajarme y he de guardar el libro en la mochila me doy cuenta de que su atuendo no me ha hecho levantar la cabeza de mi lectura y que he reparado en su presencia con la misma indiferencia con la que se mira a cualquier compañero de viaje, con una inspección sencilla y rutinaria. Y no solo eso. Porque mientras me dirijo a la puerta para salir del vagón, me sorprendo a mí mismo pensando que me encantaría vestirme por un día así y salir a las calles de Múnich y subirme al tren y pasearme por las inmediaciones de Marienplatz y por los parques y sentarme a tomar algo en los bares y los biergärten. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que ese pensamiento ha brotado en mí tal vez a mi pesar y que probablemente me avergonzaré de él cuando la semana que viene ya esté en el metro en Valencia, camino de casa, y todo esto no sea ya más que uno de los muchos recuerdos que, aunque aún frescos, empiezan a sedimentarse en esa sucesión de capas sin fin que engrosa los cimientos de la memoria. Que para entonces me parecerá totalmente fuera de lugar. Y con razón. 

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