Casi todas las personas que hemos tenido la gran suerte de hacer estancias de investigación en el extranjero durante nuestra carrera académica tenemos alguna historia de horror y soledad que contar, por parafrasear el hermoso título de la excelente y bellísima novela autobiográfica de Amos Oz. Habitaciones más bien lóbregas y desabridas en residencias universitarias con cocinas compartidas mugrientas en las que las capas de grasa superpuestas habrían hecho las delicias de cualquier arqueólogo para establecer una datación, compañeros de piso pintorescos o folclóricos, por decirlo con suavidad y elegancia, u horas de soledad compensadas con horas y horas de series bajadas de Internet (o, en los tiempos más modernos, de las plataforma de pago) forman parte de la mitología de este rito de paso académico por el que casi todos los que trabajamos en la universidad hemos pasado alguna vez, ya sea en la ilusión predoctoral o en los infortunios postdoctorales.
Por supuesto, yo no soy una excepción al respecto, y puedo decir que hasta el momento he visto cosas que no creeríais, por lo bueno o por lo malo, por lo exagerado o lo inverosímil, o simplemente porque en algunas ocasiones algunas circunstancias se escoran fácilmente hacia el terreno de la ficción más enrevesada e increíble, en el sentido literal del término.
He dormido (subalquilado, por supuesto) en el suelo enmoquetado del salón de un apartamento de Chicago, donde dos indios que compartían la otra habitación se ponían alegremente a cocinar a las doce de la noche unos platos cuyo olor se extendía por toda la diminuta casa y más allá (incluyendo mi ropa recién lavada y secada en la lavandería común del edificio), para gran desesperación de un siciliano que compartía cuarto – es un decir – conmigo y respondía al pintoresco nombre de Rosario Pagano (juro que es verdad).
He tenido la suerte de vivir durante un mes en una pequeña y coqueta residencia para profesores visitantes e investigadores en pleno centro de Milán, desde cuya cocina común situada en el último piso se contemplaba perfectamente el erizado lomo del Duomo, que estaba solo a cinco minutos caminando de allí.
También he vivido en una residencia para profesores y visitantes situada en el último piso de la Facultad de Educación de Macerata, un edificio que se encontraba en medio del campo y que se quedaba completamente vacío y exclusivamente para mi disfrute los fines de semana porque no había inquilinos ni alumnos ni clases, y aún recuerdo la insólita sensación de caminar por los pasillos vacíos en mitad de la noche para sacar un café o una botella de agua de las máquinas que había en el vestíbulo.
Y recuerdo, en fin, una estancia en un lugar que no detallaré, donde una profesora, cuyo nombre tampoco diré, no se acordaba de mí cuando me presenté ante ella en un evento literario donde ella misma me había citado una semana antes.
De todo hay, pues, en la vida del académico errante. Lo bueno y lo malo. Lo sublime y lo cutre. El esplendor y la mugre. La exaltación y el olvido. Resulta curioso, en cualquier caso, este empeño o esta necesidad en llevar una vida pseudo-itinerante a los treinta y pico o cuarenta años, por pasar temporadas fuera de casa y vivir en habitaciones individuales con cocina compartida en residencias universitarias o pisos encontrados en Airbnbo en casas de anfitriones que alquilan cuartos. Por llevar, tal vez, una vida de joven cuando ya no es muy joven.
Sin embargo, hay ocasiones en que todo cuadra y parece en su sitio, en que todo ofrece una coherencia más propia de la ficción que de la realidad, por su carácter simétrico y cerrado, algo que sorprende siempre a quienes como yo hemos crecido con la idea de que esa tendencia a que todo encaje al final de la historia que es tan propia de la ficción resulta sospechosa en la realidad. Porque no hay duda de que en ocasiones esta realidad se ofrece como un prisma de formas perfectamente talladas y acabadas, aunque sea de manera efímera, y es en esas ocasiones cuando menos cuesta reconciliarse con la naturaleza azarosa y caprichosa de la vida, quizás porque gozamos por un momento de la ilusión de dominarla a nuestro antojo.
Ahora mismo, sin ir más lejos, a mí me cuesta creer que yo mismo haya tenido la suerte de encontrarme donde me encuentro y haciendo lo que estoy haciendo.
Para cualquier persona que, como yo, tenga una relación con la Literatura Infantil, realizar una estancia becada en la Biblioteca Internacional de la Juventud de Múnich (IYL, en sus siglas en inglés; Jugendbibliothek, en alemán) es el mejor final parcial en este cuento de nunca acabar que es la carrera académica. Nació como una iniciativa personal de la judía alemana Jella Leppman, que, cuando estaba exiliada en Londres, fue reclutada por el ejército de Estados Unidos que ocupaba Alemania después de la Segunda Guerra Mundial para llevar a cabo una labor de reconstrucción cultural. Como cuenta muy bien en su libro de memorias Un puente de libros infantiles, traducido hace poco al español, decidió empezar por la literatura infantil porque durante más de una década los niños alemanes no habían podido disfrutar de libros de calidad y sin el peso del adoctrinamiento nazi, y porque pensaba que en ellos estaba el germen de una nueva generación libre de esos horrores. Para ello, organizó una exposición de libros infantiles pidiendo ejemplares a los países limítrofes, invadidos durante la contienda por Alemania, con la acertada idea de que los libros ilustrados facilitaban el entendimiento y la imaginación incluso si no se entendía el texto. Ese fue el origen de la actual International Youth Library, que, entre otras funciones de difusión y promoción de la literatura infantil, se encarga cada año de publicar la lista White Ravens, una selección de 250 libros infantiles publicados en todo el mundo y que destacan por su calidad. Por eso sus fondos no tienen parangón con ninguna otra biblioteca mundial. Aquí lo tienen todo, porque reciben libros de todo el mundo. O casi.
Si a ello le añadimos que la sede de la biblioteca es el Castillo Blutenburg de Múnich, un antiguo pabellón de caza de la familia Wittelbasch cercano al Parque Nympheburg situado en medio de un parque y junto a un pequeño lago, esta estancia parece un sueño hecho realidad. De hecho, aún parece mentira que ese sea el lugar al que he de ir trabajar cada día.
Y si a ello le añadimos que el lugar donde vivo es una casa en medio del bosque, algo nada raro en una ciudad que se extiende por el campo y en el que se amalgaman con asombrosa fluidez la naturaleza y la cultura, la simetría de esta historia se cierra.
Tener que recorrer un camino en medio del bosque cada día para ir a encerrarte durante unas horas en un castillo no parece describir el día a día de una estancia de investigación sino el argumento de una narración infantil arquetípica. Y, sin embargo, y como en todos los cuentos tradicionales, el bosque no es solo un lugar de solaz y de disfrute. Bien lo sabemos por Caperucita, o por Hänsel y Gretel. El bosque encierra siempre el brote de la muerte en su fértil suelo, como la vida encierra la semilla de la muerte, y ni siquiera estar a resguardo dentro de una casa nos libra de ello. La muerte puede llegar en cualquier momento.
A la casa donde vivo llegó el domingo por la mañana, justo el día siguiente a mi llegada, el sábado por la noche. Cuando ese día salí de casa para ir a desayunar a un café cercano, me encontré dos ambulancias, un furgón de paramédicos y un coche de policía en el jardín de la casa. Intuí lo que había pasado, porque sabía que Rainer, el dueño de la casa, estaba enfermo, pero no tuve la confirmación hasta el lunes por la mañana, ya en la biblioteca.
La muerte puede ser silenciosa y discreta. Si el domingo no hubiera encontrado las ambulancias y la policía fuera, o si hubiera salido un poco antes o un poco después, ni siquiera habría pensado que algo así había sucedido en esta casa. No parecía que la muerte hubiera hecho una visita. De hecho, alguien podría pasar por delante de esta casa y verla como cualquier otra de las edificaciones que jalonan el camino. Y, sin embargo, allí acababa de morir un hombre y con él ha desaparecido parte del linaje que la construyó, pues la había erigido su abuelo.
Todo eso me confirma en la idea de que en realidad la vida es un encadenamiento de disonancias y despropósitos, de que unos llegan cuando otros se van, de que carece de cualquier atisbo de simetría u orden más allá de la que nosotros le queramos dar para interpretarla y para sentirnos más seguros, cuando no somos más que niños perdidos en medio del bosque.
Quizás no haya, pues, historia más primigenia que la del camino que lleva del bosque al castillo. Quizás sea la historia más verdadera de todas: salir de una casa para recorrer el bosque, pero andando de prisa para refugiarse cuanto antes en una fortaleza y no pasar demasiado tiempo a la intemperie. Para burlar, aunque sea solo con una pila de libros, la ineludible presencia de la muerte.