García Rodríguez, Javier, Mi vida es un poema, Madrid, SM, 2018 (ilustraciones de María Herreros)
Cuando Umberto Eco publicó en 1964 su hoy famosísimo y citadísimo Apocalípticos e integrados no sabía lo que estaba haciendo. O quizás sí, porque era un hombre listo y previsor, que demostró una enorme intuición en muchos aspectos de la vida académica y literaria (véase, si no, El nombre de la rosa). Tal vez entonces pensaría que solo se estaba limitando a actualizar esa polémica entre los modernos y los clásicos que ha ido jalonando la historia de la literatura desde sus inicios y que revive cada cierto tiempo, llevándolo en su caso a la imparable irrupción de la cultura popular como fuente de educación artística para las nuevas generaciones y para aquellos sectores de la sociedad que no tenían fácil acceso a la alta cultura.
Sin embargo, el debate que entonces planteaba Eco (y que no abría exactamente, sino que lo recogía, maestro como siempre él en auscultar el latido de la actualidad y las ideas) cobra más actualidad que nunca hoy en día debido al auge indiscutible de las tecnologías y el poder de la red. Ante este avance imparable unos se rasgan las vestiduras mientras que otros hacen de su capa un sayo y se suben en marcha y por los pelos al carro de la novedad. Siempre ha sido así. Nada nuevo bajo el sol, desde luego. Este debate entre antiguos y modernos, entre viejunos y nuevunos, entre clásicos y hípsters, entre novecentistas y milennials(que cada uno los llame como quiera) parece extenderse a todos los ámbitos de la sociedad. La educación (sobre todo: aquí todo el mundo tiene una opinión, al parecer), la gastronomía, el deporte, los medios de comunicación, el cine, la literatura y la televisión. Nada se libra de un debate en el que, más que de apocalípticos e integrados, se podría hablar de ingenuos y derrotistas, pues parece que las opiniones se polarizan y que no existen los puntos de vista ponderados e intermedios que arrojen algo de luz sobre la realidad. Pero lo más llamativo de todo esto es que dicho debate alcanza incluso a rincones arcádicos de la vida social y cultural que hasta ahora parecían más o menos libres de dichos enconados desencuentros.
Esta polémica ha llegado (¡oh, sorpresa!) a la poesía también, esa bella durmiente y doliente del sistema literario que hasta ahora solo parecía estar sacudida por los absurdos y enconados enfrentamientos entre las distintas capillas líricas de nuestro país (pero qué lejos y del siglo XX suena ahora todo eso, el debate entre la experiencia y la diferencia, et al) que solo parecían interesar a los propios interesados, es decir, a los poetas que se adscribían (o a los que adscribían) a una tendencia u otra y que, con ello, ganaban o perdían la posibilidad de publicar en según qué medios. Pero ahora resulta que no. Ahora resulta que nos hemos democratizado, nos hemos modernizado, y la polémica no es tanto entre facciones poéticas sino entre los partidarios de la poesía de siempre y los de la nueva (¿sic?) poesía, que nace, crece y se reproduce en las redes para luego ser trasplantada al papel para seguir polinizando el imaginario de la juventud. Una poesía que al parecer ya puede hacer cualquiera que tenga un móvil, un teclado y un poco de idea (o algunas ideas) que plasmar. O, en su defecto, que tenga una coach literaria. Una poesía en la que lo más importante es tener sentimientos que expresar, cosas que decir, público al que llegar. Una poesía joven. Una poesía chula. O, mejor dicho: #poesíajoven #poesíachula. Ay.
Yo no tengo ningún reparo en reconocer que apenas me he detenido a leer con atención este tipo de poesía, y que me he limitado a hojearla con apresuramiento cuando me la encuentro en esas grandes superficies. En dichas incursiones veloces no ha llegado a despertar mi interés, pero por eso mismo no quiero dejarme llevar por los juicios apresurados. Lo que sí he podido comprobar en dichos acercamientos es que se trata de libros, en general, de cuidado formato, bien editados y atractivos en su parte visual, quizás por el público potencial al que se dirigen.
En medio de todo esto llega a mis manos un libro que se llama Mi vida es un poema, publicado en SM por Javier García Rodríguez, profesor universitario que ha iniciado en los últimos años una fecunda carrera como autor de LIJ, y que, en principio, desde el punto de vista paratextual, parece tener muchos puntos en común con ese tipo de poesía. Por ejemplo, las distintas ilustraciones que van acompañando los textos (y que aparecen durante las páginas de una manera alterna y sin un patrón fijo) se parecen bastante a las que podemos encontrar en los volúmenes de la nueva poesía, y hasta al título, si nos ponemos un poco quisquillosos, le podemos encontrar similitudes. Es, además, un volumen exquisitamente editado, en el que se nota un gran cuidado a la hora de elegir la ilustración de la cubierta, las guardas, la tipografía y las variaciones cromáticas de las portadillas interiores.
Sin embargo, nada en el interior nos recuerda ni vagamente a esa poesía nueva y joven que llena los anaqueles de las librerías y, al parecer, los auditorios y salones de actos de los foros culturales. Lo que encontramos en el interior es un auténtico festín poético, un compendio de formas y posturas, de maneras de ser, pero sobre todo de decir, que es al fin y al cabo lo que es la poesía.
Mi vida es un poema es un libro completo, complejo (pero no complicado) y sobre todo poliédrico, un libro en el que hay de todo y cabe casi todo y en el que el autor demuestra que otra poesía juvenil es posible. Cabe el humor, cabe amor, caben el lirismo y lo lúdico, el verso y la prosa, caben Gran Hermano y las telenovelas, caben Espartaco y los vigilantes de la playa. Y cabe sobre todo una alegría desenfadada del verso y la palabra, que se despliega por todas sus páginas y que solo puede ser fruto de un trabajo concienzudo de creación y depuración.
Es difícil elegir algún aspecto de este poemario tan rico y variado, pleno de hallazgos verbales pero sustentados casi siempre en una indagación imaginaria con la que se consigue trascender la pura superficie del texto y llevarlo más allá del simple chiste culturalista de raigambre pop o pseudo-académica.
Sin embargo, yo elegiré aquí en esta reseña un aspecto que me preocupa especialmente cuando leo y analizo la literatura escrita para niños y para jóvenes, tal vez porque me parece que es uno de sus problemas más importantes y una de las columnas vertebrales de su idiosincrasia. No es otro que el problema de la voz. Teniendo como tienen la LIJ una situación comunicativa basada en la asimetría, pues siempre hay un adulto que le habla un niño o a un adolescente, siempre resulta complicado saber cómo dirigirse a ese lector que es más joven. Ante ello, ¿qué ropaje adoptar? ¿Cuál es el tono que funciona? ¿Cómo hacerlo? Es esta una pregunta recurrente cuando se entrevista a autores que se dedican preferentemente a la literatura para niños y jóvenes, quizás porque no deja de ser la gran cuestión de todo el asunto. Algunos autores dicen que en el fondo no han dejado de ser niños y que por eso se entienden bien con ellos, pero a mí nunca me ha convencido dicha respuesta. Es más, me hace desconfiar profundamente. Un adulto es un adulto. Ya no es un niño. Ha cambiado. Por dentro y por fuera. No creo que el infantilismo sea una virtud. Otra es que pensemos que solo son propias de la niñez cualidades como el entusiasmo, la ilusión y la mirada limpia. Otros autores y algunos estudiosos, en cambio, parecen saber que la clave de escribir para niños quizás esté en dominar como nadie esa fina línea que separa la sencillez de la condescendencia y no dejarse arrastrar por la facilidad de esta última. Hacerlo es tomarse la LIJ muy en serio, pero ser siempre consciente de que se es un adulto y nunca, nunca va a ser confundido con un niño.
Javier García Rodríguez pertenece sin lugar a dudas a esta segunda categoría. Al ponerse a escribir para jóvenes no ha pretendido ni vestirse con sus ropas ni adoptar su lenguaje, quizás porque sabía que eso solo le haría parecer más viejo y desfasado, ridículamente esforzado en hacerse pasar por joven cuando ya no lo es. Él sabe dónde está y sabe dónde está su voz, que suena perfectamente modulada y es capaz de trepar por las escalas superiores del lirismo y descender a las notas inferiores del humor con igual de facilidad. No pretende, por tanto, hablarles a los jóvenes con un lenguaje simplista y rebajado. No: sabe que la poesía no es eso. Sabe que escribir poesía juvenil no obliga a tratar a los jóvenes con condescendencia, sino con respeto, y por eso les ofrece esta fiesta del lenguaje y la imaginación. Como muestra de ello, y de su actitud en el fondo vitalista, nada catastrofista y por descontado nada nostálgica del pasado (esa trampa de pensar que “cualquier tiempo pasado fue peor”), uno de los primeros poemas del libro, La selva, que podría funcionar como poética unificadora de todo el volumen. Comienza así: “No somos ni mejores ni peores. / Vivimos nuestro tiempo, / sus virtudes, / sus tercas decepciones, como todos”. Y termina así: “No hay nada diferente en vuestra historia: / si miráis hacia atrás vuestro presente / es solo el resultado del futuro / que soñasteis tener en el pasado”.
No cabe, creo yo, mejor declaración de intenciones. Y no hay, en fin, mejor invitación a la lectura de Mi vida es un poemaque estos versos.