La música y
la poesía tienen a sus espaldas una larguísima y fertilísima historia de amor y
de felices encuentros.
La poesía fue
durante mucho tiempo simplemente una manifestación de la música y ha habido
muchas épocas en que no había distinción entre ambas (piénsese en los
trovadores, por ejemplo, o incluso en la musica
degli affetti italiana, cuyos textos se debían a grandes poetas y que son
una genuina expresión de la poesía lírica europea). Y aunque hoy en día aún nos
cueste ver que las composiciones de la música pop son simplemente poesía con
música (mejor o peor, eso ya es otra historia, pero sin duda usan las
convenciones del género lírico), algunas derivas nobelianas recientes (y
polémicas) demuestran que quizás esa ligazón inicial no ha desaparecido del
todo y que ha quedado imbricada en nuestro imaginario.
Pero la
ligazón entre poesía y música es incluso mayor, dado que son muchos los poetas
que han hecho de la música el objeto principal de sus composiciones, y no son
pocos los poetas que cuentan entre sus poemas con alguno dedicado a esta arte
universal. En el terreno de la lírica para niños, y sin salirnos del terreno
ibérico, hay un clásico indiscutible, como Música,
maestro (por cierto, la última obra poética que recibió el Premio Nacional
de Literatura Infantil, hasta el reciente galardón de Poemar o mar), al lado de otras valiosas muestras recientes como Almanaque musical.
Ahora, desde
el otro lado del mar, concretamente desde Chile, nos llega este Diez pájaros en mi ventana, editado por
Ekaré Sur, con textos de Felipe Munita, escritor y teórico, e ilustraciones de
Raquel Echenique, cuya primera parte supone un jalón más en la fértil relación
entre la música y la poesía, y que resulta además una deliciosa puerta de
entrada a un libro realmente excelente.
Pero, al
margen de este aspecto, he de decir que antes que nada que Diez pájaros en mi ventana se parece mucho a lo que se podría
llamar libro modelo de poesía para
niños. Porque, al igual que, según las teorías de la estética de la recepción y
la fenomenología literaria, cada obra literaria propone un lector modelo,
figura ideal que sería el receptor capaz de desentrañar todos los sentidos
posibles de un texto literario, cada crítico literario, en su parcialidad y
subjetividad asumidas, tiene asimismo en mente un libro modelo, que es aquel
que cumpliría con todas aquellas virtudes literarias que considera esenciales y
más valiosas. Obviamente ese libro modelo no existe, pero sí existen libros que
se aproximan en menor o mayor grado a dicho ideal.
Diez pájaros en la ventana sería uno de los que se aproximaría,
sin duda alguna, a mi idea del libro modelo de poesía para niños hoy en día. Y
lo sería porque en él se aúnan diversas virtudes y confluyen varios niveles que
hacen de él una valiosísima obra de poesía infantil. Esencialmente, tres: lo
textual; lo peritextual; y lo visual.
En primer
lugar, y como no podía ser menos al tratarse de un libro de poesía infantil,
los textos poseen un nivel literario altísimo. Los libros de poesía para niños
suelen estar casi siempre estructurados en torno a un solo eje temático. Munita
lo sabe bien, pues así lo ha señalado en un artículo publicado en 2013 en AILIJ. Dicho eje temático es un
facilitador de la lectura para el niño que se acerca a la poesía, pero al mismo
tiempo hace que el autor tenga que hacer verdaderos esfuerzos por no caer en la
monotonía y por que el poemario, más que unidad, lo que tenga es monotonía. Debe
por ello variar sus tonos y recursos. Diez
pájaros en la ventana no es un libro estructurado alrededor de un solo un
tema, pero sí tiene tres partes, cada una de las cuales se centra en un motivo
distinto, aunque no tan claro a simple vista en todos los casos.
La primera,
como ya hemos dicho, está centrada claramente en la música, aunque se da
entrada a cierto contenidos culturalistas – en El piano de Claudio, dedicado a Claudio Arrau; o en Esto no es una pipa (en ritmo de jazz) –
o a los juegos de palabras de raigambre etimológica con Llave de sol, poema en forma de caligrama cuyos versos trazan sobre
la página, evidentemente, una clave de sol
En la segunda
parte, en cambio, el eje vertebrador resulta mucho más sutil y menos evidente, y
no es tanto temático como tonal o ligado más bien al punto de vista. Es esta
quizás la parte más esencialmente poética de las tres, y la que mejor revela
cuáles son las intenciones de Munita para todo el poema y, tal vez, su idea
general sobre la poesía: una manera distinta de mirar la realidad que todos
compartimos y una manera distinta y desautomatizada de plasmarla a través del
lenguaje. Por eso en esta segunda parte abundan las reflexiones de raigambre
metalingüística y metapoética, el hecho de estirar de los sentidos de las
palabras e incluso de los signos ortográficos como el punto y de expresiones
hechas como Las vueltas de la vida, a
la que se da un giro (o varios, mejor dicho), en el poema que cierra la
sección.
Finalmente, en
la tercera y última parte, el tema que aglutina todo parece ser la naturaleza.
Así, aparecen aquí árboles, pájaros, caracoles, la luna y el agua, aunque
también se da entrada a referencias culturalistas con un caligrama que dibuja
con sus versos la silueta de Don Quijote. Así, hasta llegar al último y
brevísimo poema (“Atardece, / y en el aire todavía hay huellas frescas / de la
última golondrina”), que sirve de despedida.
A pesar de
esta unidad, Munita intenta huir continuamente de la monotonía y las
reiteraciones a través de una variación de recursos, moldes poéticos y
estróficos y temas. Podría pensarse que un experto en poesía infantil como
Munita, que ha estado al tanto de lo que se publica en el ámbito hispánico y
que sabe bien por dónde van los tiros, hace un esfuerzo más denodado y claro
por presentar una poesía variada. Quizás sea así, pero eso es lo de menos. Lo
importante es que esa variedad desplegada por Munita (hay haikus, caligramas,
versos con rima y sin rima, arte mayor y menor, verso libre, versos más
cercanos a lo popular, etc.) no da nunca la impresión de ser el resultado de un
afán de exhibicionismo virtuoso, pues cada molde usado, cada tono, encaja con
el tema sobre el que trata el poema y está utilizado en el momento justo del
libro.
En segundo
lugar, hay que decir que un libro de tan gran altura poética como este merecía unas
ilustraciones a su altura, para crear así un producto estético completo que pueda
llegar al receptor a través de la contemplación y la lectura. Desconozco cuál
ha sido el proceso que ha seguido la ilustración de este poemario. No sé si ha
sido un trabajo compartido entre el autor y la ilustradora o si, por el
contrario, esta ha trabajado de manera independiente sin el asesoramiento del
poeta. Conocer ese dato, sin embargo, no añadiría gran cosa a al resultado
final ni a mi juicio sobre el mismo. Porque Raquel Echenique ha hecho un
trabajo exquisito, ha construido un armazón que es un eco visual perfecto para
estos y que los arropa sin necesidad de engullirlos ni apabullarlos. La misma
ausencia de exhibicionismo con la que Munita trenza sus versos se encuentra en
las imágenes de Echenique, que usa la ilustración literal cuando así lo demanda
el poema, pero no duda tampoco en aventurar metáforas visuales cuando es
necesario, o en adaptar su estilo (muy suelto y expresivo, pero con un uso
sabio y controlado de una técnica tan difícil como la acuarela, y un buen
dominio de los rudimentos del dibujo) a los contenidos del propio poema. Sabe
también elaborar ilustraciones que sirvan de contrapunto lírico al poema cuando
es necesario, como por ejemplo, en los caligramas, para no anular su propia fuerza
visual, como ocurre con Retrato, el
poema sobre Don Quijote, donde opta por una ilustración completamente diferente,
más indeterminada. Y sabe, asimismo, dentro de la unidad visual que debe haber
en todo poemario ilustrado, variar el estilo y adoptar convenientemente tonos japonés
(en los haikus) o más deudores de cierto tipo de arte popular hispanoamericano (en
La araucaria) cuando es preciso.
Y,
finalmente, el cuidado de la edición es exquisito. Lo demuestra ya la manera en
que se despliega la cubierta para formar una especie de friso que, con la unión
de dos de las ilustraciones más bellas del libro, parece querer introducirnos
ya en el delicado mundo que construyen los versos de Felipe Munita y las
ilustraciones de Raquel Echenique. Pero dicho cuidado llega hasta detalles tan
significativos (¿no lo son siempre los detalles?) con las ventanas redondas que
hay en la cubierta y en la contracubierta, que invitan la lectora a abrir el
libro y a asomarse al interior de estos Diez
pájaros en mi ventana, a este libro de una belleza realmente arrebatadora,
un festín para los sentidos, para todos los sentidos. Como he dicho al
principio de esta reseña, un libro como este se encuentra muy cerca de mi libro
modelo de poesía para niños. Esperemos, pues, que Felipe Munita siga en su
empeño de ofrecernos esta poesía, y que los editores se animen a hacerlo llegar
a nuestras manos.