Hansel y Gretel es una ópera (en realidad una de las primeras Márchenoper u óperas basadas en cuentos de hadas) de Humperdinck
bastante poco representada en nuestro país (aunque en 2011 el Teatro de la
Maestranza de Sevilla ofreció una peculiar producción, con gran colaboración
ciudadana), pero muy popular en otras partes del mundo, hasta el punto de que
se suele ofrecer en Navidad traducida al inglés en los países anglosajones.
Esta producción
representada en el Teatro Real ha estado precedida de una promoción bastante
visible en los principales medios del país, y no necesariamente en los
especializados, que en general han hecho hincapié en los dos aspectos del
montaje quizás más vendibles, por
arriesgados y originales: por un lado, el hecho de que el papel de la bruja
estuviera a cargo de un tenor, José Manuel Zapata, con lo que ello implica de
juego irónico y humorístico; y, por otro lado, el que la producción se ofrezca
como una crítica al consumismo, a la comida basura y a la hiper-alimentación
contemporánea, de manera que la casa de chocolate de la bruja se convierte en
un supermercado y los niños, en el lírico interludio del final del primer acto
donde se quedan dormidos en el bosque, sueñan con comida basura, lo cual se representa
con varias pantallas que descienden a escena y en las que se pueden ver
hamburguesas, helados, patatas fritas y otras joyas gastronómicas antes de ser
literalmente devoradas por unas bocas que los engullen con tanta fruición como
poca educación.
La intención, pues, está
clara, y esta actualización de una ópera resulta bastante habitual dentro del
panorama internacional: ya estamos acostumbrados a óperas de Wagner ambientadas
en fundiciones y otras soluciones más o menos efectivas o más o menos
discutibles, según se vea. Este procedimiento no es en sí mismo ni bueno ni
malo, y no se puede juzgar un montaje solo porque el director de escena haya
decidido trasladar la acción de la ópera a otro tiempo. Pero la opción tiene
también sus peligros, y, en el caso de este Hansel
y Gretel, hay algo que no acaba de funcionar del todo. El origen del problema
principal, a mi juicio, no es otro que la desconfianza y la condescendencia con
que se mira todo lo que sea infantil, tenga que ver con los niños o esté
relacionado con los cuentos de hadas, como es el caso. Porque no se cree en
general que la literatura infantil pueda ser algo serio y que merezca el mismo
trato en las universidades y la prensa cultural que la literatura para adultos
(que no lleva calificativo, por cierto, es literatura a secas), no se cree que
pueda ser una obra de arte tan valiosa como un libro para adultos, que pueda
ofrecernos una experiencia estética y humana intensa a través del lenguaje. De
esa misma o similar actitud (inconsciente, a buen seguro) parece adolecer el
responsable del montaje de este Hansel y
Gretel que ha podido verse en el Real: da la impresión que era él el
primero que no confiaba en la capacidad del libreto y de la música para hablar
más o menos tal cual al público
actual, no ha sabido ver que tal vez la historia de estos dos niños que se
pierden en el bosque y se encuentran a una bruja malvada tenía suficientes
valores simbólicos y humanos en sí misma sin necesidad de poner un postizo
modernizante que, en el fondo, no hace sino estropear la función valiéndose de
dos de los peores vicios del arte contemporáneo (no en vano, esas pantallas
cayendo del cielo eran puro vídeo-arte, y parecían una instalación): la
tendencia a lo racional y lo discursivo por encima de lo intuitivo y emotivo,
por un lado; y la tendencia al subrayado del mensaje y al trazo grueso, de raigambre a ser posible
anticapitalista y pseudo-izquierdista. Pero que el mensaje sea adecuado,
admisible y hasta encomiable – todos estamos en contra de la comida basura, del
despilfarro, de las desigualdades, etc.
– no quita para que la manera de transmitirlos en un espectáculo pueda ser
definitivamente fallida.
Así, creo que el gran problema
del montaje a nivel teatral (desde el punto de vista musical no tengo gran cosa
que decir, porque, desde mi posición de aficionado, me parece que funciona en
general bien, y que los cantantes son notables en general, así como la orquesta,
y la decisión de dar el papel de bruja a un tenor funciona) es que esta opción
de convertir el cuento de los hermanos Grimm y la obra de Humperdinck en una
crítica a la sociedad moderna y a los vicios de la sobreabundancia
representados por la comida basura y el supermercado se queda a medio camino,
no se lleva hasta el final, y por lo tanto el montaje en su conjunto no es tan
coherente como si se hubiera decidido llevar esta elección hasta sus últimas
consecuencias. Me explico.
Como ya he dicho
anteriormente, en el montaje hay opciones modernizadoras notables. La casa es
un supermercado; los niños sueñan con una orgía de comida basura suspendida
sobre ellos en forma de pantallas de vídeo; la bruja, con su peluca y traje
fucsia, parece un cruce imposible entre Divine y el José Luis López Vázquez de Mi querida señorita; el padre es un
rapado musculado con camiseta sin mangas y aires de guarda jurado en paro y y
alcoholizado. Pero, al mismo tiempo, el bosque sigue siendo el bosque, por muy
lleno de basura de hoy en día que esté, y la casa de los padres sigue siendo
muy parecida a una cabaña en el bosque, aunque se parezca a una chabola, porque
es de cartón. De esta manera, el gran problema de la función es que mezcla en
un mismo nivel lo mítico y lo arquetípico, cuando estos son dos niveles
distintos y nunca coincidentes, y de ahí que el público no sepa muy bien qué
actitud receptiva adoptar frente a lo que está sucediendo en escena. Lo
arquetípico es por definición abstracto y generalizador, mientras que lo mítico
es concreto y palpable. No hay más que pensar en mitos modernos para
comprenderlo: el arquetipo de la diva operística (por poner un ejemplo ad hoc) tiene una serie de atributos
bien conocidos que se pueden definir sin hacer referencia a ninguna cantante en
particular, como el carácter mudable y caprichoso, la voz prodigiosa o las
legiones de seguidores; pero el mito tiene sin duda nombre y apellidos, como
sería, por ejemplo, María Callas. No importa que el mito magnifique y falsee o
deforme la realidad, y que María Callas fuera una bellísima y sencilla persona,
como por cierto dicen de ella muchas de los colegas que la conocieron, porque
el mito contemporáneo es en sí mismo, como lo definió Roland Barthes en sus Mitologías, el producto de una
superposición de significados que convierte a cualquier objeto o persona en un
metalenguaje, en algo que está más allá de la propia realidad aunque parta de
ella.
Así, un cuento es por
definición arquetípico, pues se vale, como dijo Bettelheim, de personajes
típicos y estereotipados definidos en torno a un solo rasgo (la bondad, la maldad, la belleza), y en
una serie de acciones estilizadas que se desarrollan en medio de una clara indefinición
espacial y temporal. Y en esa textura arquetípica reside, por cierto, gran
parte de su poder universal y de su capacidad para seguir conmoviendo a
diversas generaciones y países. Hansel y
Gretel sigue siendo un cuento arquetípico porque los personajes y, sobre
todo, los espacios (el bosque, la cabaña de los padres, la de la bruja) tienen
esa dimensión general del símbolo que los trasciende, y porque pone en primer
plano, de forma casi cruda, conflictos como el hambre, el miedo, la libertad,
la responsabilidad, el mal, el bien, y la ley de la supervivencia más esencial:
comer o se comido. Sin embargo, el montaje del Real, sin abandonar esa
dimensión arquetípica primigenia que se desprende del cuento, le superpone una
serie de referencias míticas contemporáneas como el supermercado como fuente
del mal (una metáfora bastante evidente, por otro lado, aunque efectiva), o la
hamburguesa como encarnación mítica de la comida basura, pues llega un momento
en que en todas las pantallas de la escena del sueño se ven hamburguesas, y con
todo ello el espectáculo se queda en un término medio que a mi juicio no acaba
de despegar ni emocionar, porque el espectador no sabe si entregarse del todo a
la dimensión arquetípica que se desprende del bosque o de las hadas, y
tomárselo como un cuento de hadas sin más, o entregarse a la dimensión mítica contemporánea,
y verlo como una crítica a las desigualdades y el consumismo que de todas
maneras el libreto, la partitura y la música no acaban de ofrecer, aunque sí la
escenografía en algunas partes. De esta manera, pese a su apariencia rompedora
y sin duda resultona, el espectáculo es solo tímido, porque no se ha atrevido a
dar el paso definitivo hacia lo mítico, y convertir al bosque un una ciudad
moderna y contaminada (lo cual también es bastante obvio, pero por lo menos
sería coherente con la opción) o en un centro comercial de las afueras, y a la
casa de los padres en una vivienda protegida o una chabola o en un adosado mal
construido, ya puestos; en ese contexto, la idea del mal como supermercado que
propone este montaje hubiera encajado, y quizás así estaríamos ante un montaje
distinto, y tal vez ante una versión arriesgada y poco ortodoxa, aunque más
coherente, y en la que la crítica a la sobreabundancia sí tendría sentido, no
como en una sociedad eminentemente agrícola como la que refleja la ópera y que el
supermercado no hace olvidar. Sin embargo, y pese a ello, no dejaría de quedar
claro que, una vez más, se desconfía de lo infantil como obra de arte
verdadera; porque, de hecho, este montaje no es para niños, aunque esté basado
en un cuento de hadas, ¿o sí? Pero eso es quizás otra cuestión, de la que
quizás hable otro día.