Para Angelikki,
por compartir la experiencia,
y para Iván,
a quien seguro le habría encantado
Aunque la ópera es un invento italiano, o al menos los convencionalismos históricos sitúan siempre al Orfeo de Monteverdi como la primera pieza musical que podemos considerar como tal, la verdad es que Alemania y los países germanos han conseguido convertirse en una referencia indiscutible del género después de muchos siglos de promoción y cuidado. Son muchas las ciudades alemanas o austriacas de tamaño medio que tienen teatros con temporadas líricas muy decentes y cuidadas, y además hay famosos festivales que cada año atraen a miles de melómanos llegados de todo el mundo, como Bayreuth o Salzburgo. Múnich es la tercera ciudad en población en Alemania y tiene uno de los teatros de ópera más importantes de Europa (la Staatoper), así que parece de lo más natural que un amante de la ópera como yo aproveche su estancia en la ciudad para asistir a alguna representación.
En principio, asistir a la ópera en Múnich parece cosa fácil porque el teatro es grande, la variedad de entradas considerable respecto a precios y hay varias funciones de varias obras por semana. Luego resulta que no lo es tanto porque, como en todos los lugares donde la afición a la lírica está firmemente enraizada y no es flor de un día ni capricho de nuevos ricos, las mejores entradas y las que tienen una mejor relación calidad / precio se agotan con meses de antelación y al novato o recién llegado como yo (o al turista de paso al que se le antoja asistir a alguna representación, ya que está por aquí) solo le queda la pedrea para elegir, que normalmente se compone de tres tipos de entradas: de pie (Stehplatz), de pie con banquito (Stehplatz mit bank) y sentado sin visibilidad (Hörer-/Partiturerplatz). Todas ellas, por supuesto, en lo que antaño se llamaba paraíso y hoy se conoce más bien como gallinero. La segunda de estas posibilidades hace total honor a tal nombre, porque es un asiento en alto y sin respaldo, así que uno tiene la impresión de estar en la barra de un bar de tapas o de ser una gallina a punto de dormir. La primera, como es fácil deducir, es una entrada de pie pero que cuenta con la ventaja de tener buena visibilidad sobre el escenario y una barandilla para apoyarse, y la tercera está en la fila trasera de asientos, desde donde solo se ven las espaldas y traseros de los que están de pie pero que cuenta con luces auxiliares para que quien allí se siente pueda seguir la ópera con la partitura.
La absoluta e increíble ventaja de todo este tipo de asientos es que cuestan entre 9 y 14 euros nada más, así que uno piensa que total, para quedarse en casa un miércoles por la tarde sin hacer nada especial, qué mejor plan que ir a la ópera por tan módica cantidad de dinero, aunque sea de pie. Sabiendo además que, si uno se cansa, se puede sentar en los asientos de atrás y seguir escuchando (aunque no viendo) la ópera en directo. Eso fue lo que pensé yo la semana pasada, y también lo que pensó Angelika, una profesora de la Universidad de Atenas que también está de estancia en la biblioteca y que ocupa la mesa de al lado en la sala de lectura. Así que fuimos juntos.
Asistir a la ópera en un teatro como el Múnich tiene algo de ceremonia del pasado. Uno se ha acostumbrado a ir a la ópera en modernos edificios construidos antes de ayer y por eso en un lugar así todo le parece excepcional, desde la fachada con el frontón y la escalinata hasta el telón de terciopelo rojo y ribetes dorados. En el interior, impecables valetsvestidos con levitas negras con una placa en la solapa donde figuran las lenguas en las que pueden atenderte permanecen erguidos y atentos, como faros vivientes, mientras la marea de asistentes va entrando por las puertas y distribuyéndose por los distintos pisos del teatro en un proceso de selección natural por el cual quien paga más es quien sube menos escaleras. Y en esa marea no exista un código de indumentaria uniforme o predominante. Mujeres con trajes de noche largos y escotados y bolsos de manos se cruzan con otras ataviadas con esa clase de elegancia típicamente alemana, en la que el atildamiento está solo a un paso de la practicidad y cualquier atuendo parece pensado para salir caminando por el monte después de agarrar un bastón. Hombres con trajes de tres piezas conviven con jóvenes en zapatillas de deporte y americanas o incluso desaliñados estudiantes de música que, partitura en mano, parecen demostrar con su indumentaria que ellos están ahí para escuchar música y no para lucir palmito.
En el sexto y último piso, que era donde estaba mi sitio, esta promiscuidad indumentaria era aún más marcada, si cabe. Reducidos grupos de japoneses convivía con melómanos locales o estudiantes de música que acudían dotados del libreto. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, alemanes y extranjeros, de todo parecía haber en el paraíso. Hasta un hombre muy menudo que había dejado su andador fuera de la sala y que iba acompañado por una versión de sí mismo varios centímetros más alta y de muchos años menos que seguramente sería su hijo. Antes de que empezara la representación, la gente aprovechaba para hacerse fotos o tomar instantáneas de la sala desde arriba. Luego, según iba acercándose la hora del comienzo, la gente iba ocupando sus localidades y nosotros ocupamos nuestras entradas de pie un poco laterales, pero desde las que se veía el escenario completo.
Una vez en nuestro sitio, quedamos enmarcados por dos parejas que no podían ser más distintas entre sí.
A nuestra izquierda, dos ancianos alemanes de estatura media y cabellos blancos. Ella, con una llamativa media melena completamente blanca pero muy cuidada y unas coquetas gafas de concha negra redondas, con el aire de una profesora de música o arte jubilada. Él era poco más alto que ella y tenía escasos cabellos también totalmente blancos, grandes gafas con montura metálica y la expresión un tanto exhausta y resignada de quien lleva a sus espaldas considerables dosis de esfuerzo físico en la vida.
A nuestra derecha, una pareja extranjera mucho más joven, pero de edad desigual, que hablaban entre sí en inglés con un acento que no supe identificar. Él tendría unos cuarenta y cinco o cincuenta años y ella unos diez o quince menos, y ambos iban deliberadamente arreglados. Él llevaba vaqueros, camisa blanca y americana negra, el pelo cuidadosamente afeitado y unas gafas de montura al aire. Ella, alta y delgada, de ojos y pelo oscuro y figura estilizada, un ajustado jersey de cuello alto negro, una falda larga marrón de corte acampanado y unos botines de piel vuelta negra y tacón alto.
Empezó la representación y, a nuestra derecha, la chica joven sacó sin cortarse un pelo el móvil y se puso a hacer vídeos y fotos con él casi desde el principio, sin pararse a pensar en ningún momento (bueno, quizás sí, pero imagino que le daría exactamente igual) si con ello molestaba al resto de los espectadores que estaban a su lado. Mientras tanto, su acompañante, visiblemente incómodo allí de pie y allí arriba y mucho menos (o menos todavía) atento a lo que ocurría en el escenario, se movía continuamente y parecía mucho más interesado en los encantos de su joven acompañante que en las cuitas y desvelos de la pobre Cio-Cio-San seis pisos más abajo, a juzgar por cómo pasaba continuamente los brazos por la cintura de la chica, haciendo con ello un crujido tremendamente molesto. A nuestra izquierda, en cambio, el señor alemán que estaba a mi lado permanecía totalmente quieto y al parecer ensimismado con lo que sucedía más abajo, como si no hubiera nada más, como si no existiese nada más en el mundo, ni siquiera el cansancio de la postura, o la gente que estaba a su alrededor. Desvanecido, vaciado y vuelto a llenar por la música de Puccini y el drama que iba construyéndose poco a poco en el escenario durante la primera parte y en el que ya se encuentra latente la tragedia que vendrá después.
Llegó el descanso, que nosotros aprovechamos para sentarnos porque habíamos estado de pie (al igual que los que habían estado sentados aprovecharon justo para lo contrario) y, cuando volvimos a nuestros sitios, el señor alemán nos preguntó si nos había gustado y, a continuación, nos explicó que el año pasado esa misma soprano, Ermonela Jaho, había cantado el Trittico de Puccini y que él había hecho cola durante toda la noche para poder sacar las entradas. Nos lo decía con una mirada dulce y entusiasta, pero un poco apagada, y sin asomo de pedantería ni de afectación, y no sé por qué a mí me pareció tremendamente enternecedor que un hombre tan mayor no solo estuviera dispuesto a seguir durante dos horas y media de pie una ópera, sino que fuera capaz de hacer cola durante toda la noche para conseguir entradas.
Comenzó la segunda parte de la ópera, y nos preparamos para ver a Cio-Cio-San muerta de amor y casi muerta de hambre, para verla comprender que su marido ya no es su marido, para verla renunciar a su hijo y al final renunciar a la vida. Estábamos preparados para todo eso, pero no para lo que ocurrió a nuestra derecha. Porque, para cuando llegó el momento culminante de la renuncia final, la pareja de mi izquierda no solo seguía con los arrumacos y los sobeteos continuos. No solo seguía él moviéndose todo el tiempo hacia delante y hacia atrás y ella grabando vídeos en los momentos de mayor intensidad. No. Además de todo eso, se quitaron directa y nada discretamente los zapatos, como si estuvieran en el salón de su casa viendo una serie de Netflix. Yo no podía creer lo que estaba sucediendo. Pero entonces, a mi izquierda, ocurrió algo inesperado y totalmente redentor. Por el rabillo del ojo vi cómo el señor alemán que había hablado con nosotros se quitaba en un discreto y contenido gesto sus gafas y se pasaba los dedos por los ojos al tiempo que su cabeza se agitaba ligeramente un movimiento un poco espasmódico pero inconfundible. Un solo gesto, sobrio y leve, casi furtivo, que demostraba que en ese momento aquel hombre mayor no estaba allí con nosotros, sino seis pisos más abajo, con Cio-Cio-San, sufriendo con ella, muriendo con ella.