jueves, 15 de noviembre de 2018

"Sino a quien conmigo va", de Rafael Escobar

  

     
       No es propiamente poesía para niños, pero la infancia está muy presente en sus poemas. Sino a quien conmigo va (Tigres de Papel) es el último libro del profesor y poeta, y sobre todo amigo y compañero de partidos de tenis y querencias por las tenistas de antaño de toque fino y las escritoras norteamericanas un tanto atormentadas, Rafael Escobar, quien me concedió el honor de escribir el prólogo. El libro, por estas cosas de la vida y las distancias, no llegó a mis manos como tal hasta la semana pasada, y no se me ocurre mejor manera de celebrarlo que reproducir aquí las palabras que con tanto gusto escribí para vestirlo. 

Extravío cierto

(o de la orfandad como estado permanente)

Un poemario es como los CD o los antiguos LP (estoy seguro de que al autor de este libro esta comparación totalmentepop no le desagradará en absoluto): un artefacto complejo en el que su creador debe hacer malabarismos entre la unidad y la diversidad para establecer una hoja de ruta oculta que el lector debe encontrar verso a verso, poema a poema. Todo esto – que muchos teóricos literarios, que no evocaré aquí no por contaminar con un solo ápice de resabios académicos un prólogo que ante todo quiere y debe ser un acto de entusiasmo y de amor, han definido con diversos términos un tanto opacos – emerge en un momento determinado de la lectura de un poemario, que es muy distinta de la de una novela o la de un ensayo. Es ese momento en que el lector levanta la cabeza maravillado de la página impresa y se da cuenta de que sabe por dónde quiere llevarle el autor, sabe que de una manera intuitiva e inefable ha comprendido de qué va la cosa, por decirlo con palabras llanas, que a veces son las mejores. Es entonces cuando el lector ha dado con la piedra angular que tienen todos los poemarios, que viene a ser como la clave de un arco: esa pieza que lo sostiene por entero y que le da sentido a todos los demás, sin la cual el conjunto se desmoronaría. Esa clave la da el lector, no siempre el autor. Leído ese poema, el libro se transfigura: es como ponerse unas gafas de tres dimensiones. Todo cobra sentido, todo cobra volumen, todo se encarnece. Es el momento en que el lector ha logrado habitar el poemario que hasta ese momento ha sido solo del escritor, y por eso la aparición de esa piedra angular puede sorprender al escritor, que quizás al escribir y ordenar el libro pensó que esa composición no era demasiado importante y que iba a pasar más bien desapercibida. 
En mi caso la iluminación llegó casi al final, en uno de los poemas de la sección titulada Ellosque se llama Aristócratas y plebeyos. El poema habla de la orfandad definitiva, de ese momento en que se produce la pérdida definitiva de los padres y quedamos a merced de la vida. Y propone también una idea distinta de la aristocracia: “que no concierne al hombre otra manera de aristocracia / sino la de ser amado de forma incondicional”. Ese amor incondicional que solo pueden tener los padres hacia los hijos. Un privilegio del que disfrutamos todos pero que acabamos perdiendo. Desde ese punto de vista, nuestro paso por la vida podría ser considerado siempre un estado de orfandad permanente, pero una orfandad relativa que solo es rematada en el momento en que perdemos a nuestros padres y, con ello, el amor incondicional que nos profesan sin importar lo que hagamos. O, como se dice en inglés con mayor exactitud, no matter what
Esta idea de la orfandad sobrevuela todo el poemario y se va metamorfoseando en diversas situaciones y mudanzas. Pero la orfandad definitiva solo llega en el momento que refleja este poema y que es el de la muerte de los padres. Así, Sino a quien conmigo dibuja una hoja de ruta basada en la orfandad como idea aglutinadora que se va desplegando en casi todos los versos y que quizás solo se revela en toda su amplitud y connotaciones en el poema citado, en el que brilla mejor que en ningún otro pasaje el ejercicio que lleva a cabo Rafael Escobar Sánchez en estas páginas: escribir sobre la nada, haciendo equilibrios sobre la punta del dedo gordo encima de un alambre, sin otro agarre, mirando siempre abajo, mirando hacia el abismo que no sostendrá nuestra caída, que no nos recogerá, pero también mirando hacia delante para no caerse. 
Al final la crítica literaria – y un prólogo como este no es más que un ejercicio de crítica literaria – no es sino un pobre sustitutivo, una forma de modelar con palabras la iluminación que nos ha producido un producto verbal como es un libro de poemas, una manera de intentar dar forma a lo inefable.  Una sola lágrima de las que me ha hecho derramar la lectura de este poema (y de este poemario) sería un prólogo mejor y más certero que todas las palabras que pudiera decir ahora mismo. Pero no puedo imprimir la lágrima (que también cae de lleno en el terreno de lo inefable) y dejarla como prólogo por imposiciones editoriales más que evidentes para todo el mundo. 
Cuando al final del todo Rafael Escobar incluye dos poemas fundamentales, VivirSino a quien conmigo va, está subrayando sutilmente, solo sutilmente, sin trazo grueso alguno, la ruta de lectura que ha ido desplegando a lo largo de todo el libro. Una ruta de lectura que solo será capaz de encontrar “quien resista en pie después del odio”, “quien aún cante entre el cierzo mudo de los muertos”; es decir, solo quien vaya con él, quien esté dispuesto a seguirlo en este ruta por la vida. 
Quizás por ello podamos aplicar a este libro las mismas palabras que Rafael Escobar usa para definir su oficio de profesor: 

Es oficio hermoso
sugerir algún itinerario oculto de la belleza, 
no imponer caminos marcados, no aleccionar, 
sólo proponer algún cauce de ala por que transcurra 
la luz definitiva que no es lumbre propia. 


Rafael Escobar propone aquí un itinerario oculto que debemos ir siguiendo poema a poema. 
Hay autores que nos hacen mejores lectores. Hay autores que nos llevan de la mano sin que nos demos cuentas, apenas apretando con sus dedos nuestros dedos, apenas tirando de nosotros para que vayamos por donde ellos quieren. Hay autores que nos dejan darnos cuenta de las cosas antes de que nos las confirme o nos las señalen con el dedo, y que solo al final del todo, cuando ya nos han dejado leer en solitario y llegar a nuestras propias conclusiones, nos confirman nuestras intuiciones. 
Rafael Escobar, en este libro, lo ha conseguido. Al llegar al final nos confirma lo que hemos ido sospechando, y nos invita a seguir con él, a ir con él por el mismo camino. 
Hablar al lector de tú a tú, sin condescendencia (una lección que he aprendido como autor y estudioso de la literatura infantil), es privilegio solo de los grandes escritores. Y con grandes no me refiero a aquellos escritores a los que la crítica y las instituciones han subido a los pedestales del canon y han señalado como tales, sino a aquellos que se toman en serio la literatura, que no significa otra cosa que tomarse en serio a sí mismos y tomarse en serio al lector, que saben que la única manera de decir lo que tiene que decir es a través de la literatura, y escriben porque no pueden decirlo de ninguna otra manera. 
Rafael Escobar, en este libro, se ha convertido definitivamente en uno de los grandes. 


Juan Senís
Valencia, junio de 2017

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