martes, 24 de enero de 2017

El clásico de la semana es...


Para Sharon, que estaba allí, 
 y para Maite, pour toutes nos affinités 

   A diferencia de la mayoría de las personas que conozco, mi primer contacto con las canciones del cantautor belga Jacques Brel no fue a través de su archiconocida, muy versionada y tal vez demasiado utilizada en películas Ne me quitte pas, sino a través de la más festiva y aun así melancólica  La valse à mille temps. Fue en el año 1989. Yo tenía 14 años y acababa de llegar como nuevo alumno al instituto para cursar lo que entonces era el primer año de Bachillerato. Entre las pocas asignaturas que se podían elegir en un plan de estudios bastante rígido y cerrado estaba el idioma, que podía ser inglés o francés. Yo escogí el primero porque era el que había cursado durante los tres últimos años de colegio, pero existía asimismo la opción de cursar francés como segundo idioma, aunque para ello había que quedarse en el instituto una hora más tres días por semana, algo a lo que no parecía estar dispuesto casi ningún alumno de primer curso de aquella promoción, porque aquel grupo estaba formado por un número exiguo de estudiantes que luchaban como podían contra el hambre que entraba a aquella hora y el cansancio de haber pasado ya seis horas escuchando a diversos profesores con sus correspondientes peroratas. 
    Al frente de aquella clase de resistentes que habría hecho sin duda las delicias de cualquier defensor a ultranza de la francophonie se hallaba una de las profesoras más peculiares y excéntricas que hayan pisado tan céntrico, rancio y excelso centro educativo de provincias (en todas las capitales hay un instituto así, que viene a ser más o menos el instituto). Llevaba el pelo, oscuro, en una mata desordenada y algo salvaje, pero se había dejado crecer por detrás un largo mechón que tenía recogido en una trenza. No es que el gremio profesoral se haya caracterizado nunca por el refinamiento y el cuidado en el vestir, y menos en aquella época, los finales de los ochenta, donde  todavía quedaban flotando los flujos de las estéticas progres y primaban mucho aún la pana, las coderas y demás. Pero incluso en aquel panorama un tanto desarrapado y empanado llamaba la atención aquella mujer que no se maquillaba ni peinaba, que llevaba zapatillas de deporte negras en vez de zapatos, pantalones anchos arremangados, chalecos de tela de damasco y blusas y camisetas debajo nada combinadas, y todo ello, por supuesto, sin planchar. Tenía ese desprecio por el atuendo propio de quien sabe que está más allá de esas naderías, propio de quien ya se sabe especial porque su vida lo ha sido y no tiene nada que demostrar a los demás, de manera que no le hace falta. No en vano, era hija de un diplomático español de origen asturiano y había nacido, si no recuerdo mal, en Beirut, por lo que su primera lengua era el francés, pensaba - según confesión propia - en esa lengua y no era extraño que se arrancara a hablar en ella de manera espontánea e incontrolada en ella en mitad de las clases, para gran fascinación y desconcierto nuestro, que no éramos capaces de seguirla en esos momentos y, a decir verdad, en ningún otro, porque sus clase carecían de orden y de estructura. En eso, la verdad sea dicha, era muy poco francesa, muy poco cartesiana, o es que quizás se le había quedado en las venas todo ese afrancesamiento muy poco racional del nouveau roman, la nouvelle vague, la nouvelle critique y demás nouvedades (o necedades). 
     Para que nos fuéramos familiarizando con los números en francés, a la profesora no se le ocurrió mejor idea que poner en clase La valse à mille temps, de Jacques Brel (eran otros tiempos, desde luego). Así que allí estábamos, aquella día a día mermada resistencia francesa del instituto, boli en mano intentando pillar los números que decía a toda velocidad aquel cantante desconocido para nosotros hasta entonces (mis padres eran poco francófilos en gustos musicales) mientras la profesora bailaba literalmente (o tal vez literariamente) el vals entre los pupitres del aula, deleitada a más no poder con las inflexiones de Brel y el aceleramiento que se produce al final de la canción. 
   Aquellas clases de segundo idioma fueron clausuradas a las pocas semanas porque no llegábamos al número mínimo de alumnos que exigía la ley para mantener el grupo abierto. El último día de clase, un día lluvioso y muy belga según la profesora, esta nos puso otra canción de Jacques Brel mucho menos festiva y acorde con el momento, cuyo título no recuerdo. Pero sí la recuerdo a ella, sentada en un pupitre con las piernas cruzadas a lo indio y mirando con nostalgia el día gris y lluvioso, emocionada ante aquellos versos cantados que a nosotros nada nos decían. 
    Las clases acabaron, pero La valse à mille temps quedó instalada para siempre en mi imaginario. Más adelante, cuando ya vivía en Francia y sabía francés, la escuché un día por la radio y recordé ese momento tan festivo dentro de una cotidianidad gris y rancia del instituto, y lamenté profundamente (eran otros tiempos, anteriores a la llegada de youtube y spotify) que acabara esa canción que hablaba del amor a los veinte años en París, esa canción que ahora entendía perfectamente y como por arte de magia gracias que ya hablaba francés, esa canción en la que todo avanza de manera perfecta y acompasada hasta el clímax acelerado final donde todo explota, después de usar de forma maestra una estructura acumulativa basada precisamente en los números, y que tiene un final abierto, porque no acaba con la nota dominante, sino con una nota que deja todo colgando, en suspenso, como la propia historia de amor que se insinúa, como son al fin y al cabo todos los amores a los veinte años, siempre apasionados, acelerados y abiertos hacia al futuro. 

Au premier temps de la valse
Toute seule tu souris déjà
Au premier temps de la valse
Je suis seul mais je t'aperçois
Et Paris qui bat la mesure
Paris qui mesure notre émoi
Et Paris qui bat la mesure
Me murmure murmure tout bas

(refrain)

Une valse à trois temps
Qui s'offre encore le temps
Qui s'offre encore le temps
De s'offrir des détours
Du côté de l'amour
Comme c'est charmant
Une valse à quatre temps
C'est beaucoup moins dansant
C'est beaucoup moins dansant
Mais tout aussi charmant
Qu'une valse à trois temps
Une valse à quatre temps
Une valse à vingt ans
C'est beaucoup plus troublant
C'est beaucoup plus troublant
Mais beaucoup plus charmant
Qu'une valse à trois temps
Une valse à vingt ans
Une valse à cent temps
Une valse à cent temps
Une valse ça s'entend
A chaque carrefour
Dans Paris que l'amour
Rafraîchit au printemps
Une valse à mille temps
Une valse à mille temps
Une valse a mis le temps
De patienter vingt ans
Pour que tu aies vingt ans
Et pour que j'aie vingt ans
Une valse à mille temps
Une valse à mille temps
Une valse à mille temps
Offre seule aux amants
Trois cent trente-trois fois le temps
De bâtir un roman

Au deuxième temps de la valse
On est deux tu es dans mes bras
Au deuxième temps de la valse
Nous comptons tous les deux une deux trois
Et Paris qui bat la mesure
Paris qui mesure notre émoi
Et Paris qui bat la mesure
Nous fredonne fredonne déjà

(refrain)

Au troisième temps de la valse
Nous valsons enfin tous les trois
Au troisième temps de la valse
Il y a toi y'a l'amour et y'a moi
Et Paris qui bat la mesure
Paris qui mesure notre émoi
Et Paris qui bat la mesure
Laisse enfin éclater sa joie.

(refrain)


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