martes, 17 de marzo de 2015

Plath rima con Dahl (y no es necesariamente trágica)





En las manifestaciones artísticas mixtas, es decir, aquellas que surgen de la unión de dos códigos distintos, han funcionado especialmente bien las parejas de creadores en las que cada uno de ellos se ocupaba de una faceta. Especialmente visible en muchos felices tándems dedicados a la ópera (Mozart y Da Ponte, por ejemplo) o los musicales (Rodgerd y Hammerstein, responsables de South Pacific y The Sound of Music, entre otras; o Fred Ebb y John Kander, creadores de Cabaret o Chicago), también en la literatura ilustrada existen esas parejas de hecho que colaboran continuamente, con tal nivel de compenetración que al final resulta difícil imaginar las historias de un escritor con las imágenes de otro ilustrador. En España tenemos un caso muy conocido y claro de ello, que son Elvira Lindo y Emilio Urbenduaga, unidos para crear un Manolito Gafotas que ya es un clásico de nuestras letras y de nuestra ilustración; en Francia hay que hablar obligatoriamente de los dos autores que dieron vida a las peripecias del pequeño Nicolás, salido de la pluma de Goscinny, que no puede tener otros rasgos que los dibujados por Sempé. Pero tal vez la pareja de autor e ilustrador más conocida universalmente y de relación más duradera y fructífera es la que unió felizmente (al menos en los resultados, porque nada sé de sus relaciones personales) a Roald Dahl y Quentin Blake, hasta tal punto que casi es imposible pensar en las historias del primero y no imaginarlas con las ilustraciones del segundo.

Las imágenes de Blake parecen captar de manera sintética y destilada el mundo de Dahl, en el que pueden ocurrir las cosas más descabelladas y terribles – por ejemplo, que un niño se convertido en animal en Las brujas, que una niña tenga que sobrevivir a los peores padres del mundo, como en Matilda, o que en una fábrica de chocolate se castigue sin redención a los niños que se portan mal– pero siempre desde cierta ligereza que los continentales vemos como muy inglesa y que le resta todo tipo de tremendismo. Las ilustraciones de Blake son también así, dibujos de una expresividad acusada y apariencia de ser realizados a mano alzada en los que el dramatismo parece muy lejano pero siempre parecen dotados de cierta ironía no del todo distanciada.
Así las cosas, un volumen como El libro de las camas que se reedita ahora (hay ediciones en español desde hace tiempo, pero están descatalogadas) implica a primera vista un choque con lo imaginario por dos causas distintas. Por un lado, porque las ilustraciones de Quentin Blake (cuya condición de ilustrador estrella queda de manifiesto en la cubierta del libro al estar su nombre casi al mismo tamaño que el de la autora) conectan directamente con un mundo tan personal como el de Roald Dahl que es imposible de olvidar incluso cuando están al servicio de un texto de otro autor; y, por otro lado, porque el libro está firmado por Sylvia Plath, uno de los grandes mitos trágicos y feministas del siglo XX, cuya popularidad siempre está en entredicho por no estar del todo claro la causa de su fama. Es bien sabido que Sylvia Plath se suicidó a los treinta años metiendo la cabeza en el horno de la cocina mientras los dos hijos que tuvo con el poeta Ted Hughes dormían en su habitación. El mito se prolonga porque Plath ya había intentado quitarse la vida antes, porque la amante de Hugues, Assia Wevill, también se suicidó, pero esta vez llevándose consigo a su hija común Sura, y porque el propio hijo de Hughes y Plath, Nicholas Hughes, se quitó la vida hace pocos años. Más allá del mito y de los poemas que lo alimentan (como Lady Lazarus, donde se dice “Dying is an art, like everything else / and I do it exceptionally well”), Plath era una poeta valiosa que, como suele ocurrir con las vidas truncadas en la juventud, no llegó tal vez a desarrollar todo su potencial, que sí se atisba en los últimos poemas que escribió en vida y que se publicaron en su libro más conocido, Ariel, en los que se libera de ciertas imposiciones más artificiosas de sus primeras composiciones para dejar al descubierto una simplicidad visionaria y un tanto tremendista quizás (en este sentido, resulta muy difícil que su muerte no contamine la interpretación de sus versos) no siempre afortunada o efectiva pero en general llamativa. Es además autora de una conocida novela, La campana de cristal, de carácter autobiográfico y de diarios y cartas muy difundidos que, en conjunto, son una pieza más del complejo engranaje que pone en marcha y mantiene en pleno funcionamiento el mito; pero también escribió algunos textos para niños (The Bed Books, The It-Doesn’t-Matter Suit y Mrs. Cherry’s Kitchen) en los que se puede conocer a otra Sylvia Plath mucho menos grave y mucho más ligera. En el caso de El libro de las camas, se trata de un particular catálogo de camas con diversas funciones, en el que el habitual potencial visionario de Plath, que a veces puede volver su poesía un tanto incomprensibles, se pone al servicio una imaginación más comunicativa y menos hermética.

El libro de las camas se reedita ahora en español en nueva versión de Marcial Souto. Ante la traducción de un libro de poesía infantil se imponen siempre dos reflexiones: una, referente a la traducción, porque toda traslación a otra lengua implica decisiones y traiciones, pero aún más en el caso de la poesía, claro, y casi más en el caso de la poesía infantil, que no se basa tanto en lo conceptual (es decir, en las figuras de concepto como las metáforas o las comparaciones) como en lo rítmico y lo fonético, siempre más difícil de traducir; otra, referente a las ilustraciones, dado que este Book of Beds se ha publicado también con ilustraciones de David Roberts (en Collected Children’s Stories, en Faber and Faber), aunque en esta edición en español se hace con las más conocidas de Quentin Blake. En ambos casos se trata, en fin, del problema de interpretación y de traslación, porque traducir e ilustrar son dos maneras distintas de interpretar y trasladar a otro código el mismo texto literario.    
Empecemos con la traducción. Aunque parezca mentira, porque es una lengua con la que estamos muy familiarizados, el inglés es un idioma muy distinto del español, no solo por la fonética sino también por la sintaxis y la morfología. Siempre me ha admirado la tremenda ductilidad de la lengua inglesa para crear compuestos y para expresar con dos palabras lo que en español expresamos con cuatro, cinco o seis. Ello da a la lengua inglesa un ritmo distinto, más ágil muchas veces, que se pone de relieve sin duda en la poesía, que es el género que lleva la lengua a su mayor extremo, y también en la infantil, tan basada en lo rítmico. Además, una cadencia algo sincopada es uno de los rasgos más destacados de la poesía de Sylvia Plath, sobre todo de los poemas últimos, y es una característica que afortunadamente mantiene en estos versos y que se aviene a la perfección con el discurso poético infantil. Pero al mismo tiempo es uno de los grandes desafíos para cualquier traductor (de hecho, hacer sonar a Plath en español es difícil). Por ejemplo, hay pasajes importantes como este, que es la tercera estrofa y además el final de todo el largo poema, y que funciona como una suerte de leit motif de toda la composición, y que quizás refleja como pocos lo que estoy diciendo, y este rasgo típico de Plath (Not just a white little / Tucked-in-tight little / Nighty-night little / Turn-out-the-light little bed). En esta versión pasa a convertirse en “¿Para qué solo una Camita / acogedora y abrigada / donde pasar la noche / con la luz apagada?”, lo cual es una buena solución pero que no tienen ni remotamente el mismo ritmo del original, porque es imposible. Pero en general el traductor se las arregla – y ya decimos que no es fácil – para mantener el tono ligero del original, el ritmo juguetón, en español sin por ello traicionar demasiado el contenido de los versos. 
En cuanto a las ilustraciones, poco cabe decir a estas alturas de Quentin Blake. Este tiene eso que llamamos estilo, una cualidad a veces difícil de definir o de describir pero que hace que sus imágenes sean totalmente reconocibles incluso si no estuvieran firmadas. Blake es lo que podríamos llamar un dibujante, o un historietista, pues sus ilustraciones suelen estar basadas sobre todo en el trazo y la línea, y poseen esa naturalidad engañosa de los dibujos que dan la sensación de haber sido realizados a vuelapluma y a mano alzada, con improvisación y espontaneidad, un privilegio que solo corresponde a unos pocos.
En este libro de Plath Blake conserva esa cualidad un tanto irónica y ligera a la que me refería antes y que tan bien encajaba con el mundo de Roald Dahl, rebajándolo en oscuridad pero llevándolo a un territorio distinto, desdramatizado, como si quisieran entre los dos recordarnos que hasta las cosas más terribles de la vida no son más que una gota de agua en medio de un océano histórico inmenso que nos engullirá a todos tarde o temprano. Aquí, en cambio, esa ligereza lo tiene más fácil porque no se ve obligada a contrarrestar un texto algo oscuro (o que podría serlo si estuviera narrado en otro tono, porque las cosas que ocurren en él podrían ser tremendas vistas desde otra perspectiva), sino que solo se ve obligado a subrayar lo que el texto ya dice, esa alegría que surge de la imaginación sin más, de pensar que una cama puede ser un submarino y un cohete. Un tono que también mantienen las ilustraciones de David Roberts en la edición de Faber and Faber, si bien aquí las siluetas de los personajes poseen un aire más gótico que da al conjunto cierto tono absurdo que tampoco casa del todo mal con el texto en sí, aunque sí confieren al poema un aire más enrarecido y un tanto oscuro.
El libro de las camas es sobre todo un libro que reivindica el poder de la imaginación para transcender y transformar el mundo que nos rodea al convertirlo en algo que no es a simple vista pero que vive siempre en la potencialidad del algo más. Es un libro, en fin, que habla de lo que es simplemente la poesía, y un libro alegre que nos ofrece otra cara de Sylvia Plath, más ligera y más lúdica, lo cual demuestra que siempre hay que rascar la superficie de los mitos literarios, pues uno nunca sabe lo que va a aparecer debajo. 

Plath, Sylvia, El libro de las camas, Barcelona / Buenos Aires / México D. F., Los Libros del Zorro Rojo, 2014 (traducción de Marcial Souto; ilustraciones de Quentin Blake). 

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